
Artículo publicado en la revista THC (2008).
Los animales asombrados, pasaron su mirada del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo; y, nuevamente, del cerdo al hombre; pero ya era imposible distinguir quién era uno y quién era otro.George Orwell, Rebelión en la granja.
Hacía dos días había caído preso por unas horas en la comisaría de Mataderos. La cana lo había agarrado con un par de dosis de paco. Estaba durmiendo cuando su madre y sus lágrimas lo despertaron y le rogaron por favor que se internara. Se durmió después de darle un beso y decirle que sí. Al despertarse miró por la ventana que daba a la calle: cuatro hombres corpulentos cruzados de brazos se reían entre sí mientras observaban detenidamente a la casa. Bajó las escaleras, saludó a su familia y se fue. El viaje en coche hacia la comunidad fue de película. Estaba sentado en el asiento trasero del vehículo rodeado por dos monigotes de anchas espaldas y cuerpos longos. Cuando cometió el error de anunciarles que conocía la zona adonde lo estaban llevando, los cuatro integrantes del vehículo intercambiaron miradas cómplices y el chofer empezó a dar vueltas para despistarlo. El conductor de ese vehículo era Carlos Alberto Nenning.
El principio del fin
Era marzo de 2005. Con 19 años, dos temporadas de consumo de Aseptobrón (esas pastillas que calman el dolor de garganta pero que en grandes dosis sirven para otras cosas) y dos meses de consumo de paco, Marcelo hacía su entrada triunfal en la comunidad terapéutica Volver a Empezar: una típica casa quinta del norte de Buenos Aires, un chalet completamente enrejado rodeado por un parque de 500 metros cuadrados y una ligustrina enferma que lo rodeaba.
Cuando llegó, el sol ya estaba cayendo. Lo llevaron a su cuarto, le sacaron su reloj (el tiempo se había acabado para él) y le presentaron a sus compañeros de encierro: 14 chicos demacrados entre 16 y 22 años con las cabezas rapadas. Mientras comía fue testigo de cómo un coordinador reprendió a uno de los pibes por poner un tenedor de menos en la mesa. ¡Falopero de mierda! ¿Por qué te olvidaste de poner el tenedor? ¿Acaso no sabés contar? ¡200 saltos de rana ya! ¡Todos! Todos salvo él, porque era el nuevito.
A las 6 de la mañana del día siguiente los coordinadores los levantaron golpeando cacerolas y ollas al grito de ¡A desayunar, faloperos! Como todas las mañanas deglutieron un pedazo de pan y un mate cocido, en no más de cinco minutos. Los coordinadores cronometraban todos sus tiempos.
Luego, todos afuera, a correr y hacer flexiones de brazos alrededor del chalet. Javier Rojas (ex adicto, como todos los coordinadores de la institución) oficiaba del larguirucho sargento de la película Nacido para matar. Mientras los pibes corrían, como medida terapéutica, Rojas los obligaba a cantar: ¡Los dealers son todos hijos de puta!, ¡Vamos a comer tripas de dealer! o ¡Cocaína, mala, mala! Ésta era la metodología de Volver a Empezar para “la recuperación de los adictos”.
Por ese entonces Marcelo tenía el cuerpo despedazado por el consumo de drogas. Su ya diminuto cuerpo había adelgazado cerca de 15 kilos. “A los 40 minutos de correr el corazón me latía muy fuerte, sentía que me golpeaba el pecho, que en cualquier momento me desmayaba”. Estaba por parar de correr cuando se arrepintió al ver lo que le hacían a los que se atrevían a detenerse.
Alejandro (un tucumano de 17 años que había llegado a Volver a Empezar en septiembre del 2004 derivado por un juez de menores de su provincia llamado Oscar Ruiz) era arrastrado por el piso por otro de los coordinadores, Mariano Gordillo, en una zona de la quinta donde había adoquines y ripio. El pibe tucumano terminó todo ensangrentado y moretoneado. Durante cuatro horas estuvieron corriendo, haciendo saltos de rana y flexiones de brazos sin tomar un solo vaso de agua.
“De Carlos Nenning –presidente de Volver a Empezar, como a él le gustaba que lo reconozcan– nunca me voy a olvidar cuando nos hacían correr durante horas sin beber agua y él nos miraba desde una esquina tomando una gaseosa mientras nos gritaba: ¡Corran, corran, vamos tiernitos, maricones!”, recuerda con rencor Mauricio M., un compañero que Marcelo conocería después.
En un momento de descanso, Marcelo entabló una conversación con uno de los asistentes de los coordinadores.
– ¿Por qué estás acá?
– Mis viejos me pidieron que venga. Mi idea es estar acá unos tres meses, alejarme de las malas compañías del barrio y volver a mi casa.
– Ja, ja, ja. Acá la internación dura tres años y medio, y eso es lo que te vas a quedar –fue la respuesta que recibió.
La angustia se apoderó de él. No podría soportar semejantes apremios ni un día más. De inmediato pidió hablar con Alejandro Zaniratto, uno de los coordinadores de la comunidad, cuñado de su hermana y quien había recomendado a su familia que lo internaran ahí.
– Yo vine acá por mi propia voluntad, pero no me gusta como somos tratados. Me quiero ir. Llamá a mis padres, por favor- le pidió a Alejandro, sentado detrás del escritorio y con las piernas apoyadas en él.
– Vos de acá no te vas nada.
– ¿Cómo no me voy a ir? Llamá a mis padres por favor para que me vengan a buscar. ¿Acaso estoy privado de mi libertad?
Alejandro, su metro noventa de estatura y sus 100 kilos se levantaron y agarraron del cuello al metro sesenta y cinco y 50 kilos de Marcelo, y lo estrelló contra la pared de enfrente. Lo sostuvo en el aire acogotándolo durante varios segundos hasta que otros coordinadores los separaron. Marcelo, humillado, se fue para su cuarto sabiendo que su única opción era esperar un mes en esa madriguera hasta que llegara la primer visita de sus padres.
“Me quedé muy asustado. Esa noche no dormí. Me quedé paranoico, pensaba que me iban a matar”, recuerda. Pero hoy, en la pizzería donde trabaja mientras cuenta esta historia, está llorando y se calla. El horror es una constante factoría de silencios.
Las rutinas
Pasaban los días, y Marcelo iba conociendo al resto de sus 14 compañeros a la par que las técnicas terapéuticas que se utilizaban en Volver a Empezar para que los jóvenes dejaran las drogas. Aquí el decálogo.
- El confronte: técnica utilizada por el conductismo que se reduce a que todos los adictos formen una fila, pongan las manos detrás de la espalda e insulten de a uno al compañero que cometió “una falta”.
- Ducharse en 40 segundos. Mientras lo hacían, un compañero contaba al lado en voz alta: ¡1, 2, 3, 4…! ¡Fuera!
- Pedir permiso para todo. Para beber agua y también para cagar.
- Cumplir con penalizaciones que iban desde cavar pozos durante 15 días hasta quedarse cinco horas mirando fijo y parado el mismo árbol.
- Cortar el pasto con tijeras escolares o machetes.
- Flotar en invierno en una pileta con agua podrida hasta el cuerpo diga basta. Cuando se cansaban y se agarraban del borde, los coordinadores les pisaban los dedos y luego les hundían la cabeza hasta ahogarlos.
- Vaciar la pileta con baldes y volver a llenarla con los mismos baldes.
- Hacer gimnasia durante cuatro horas al día.
- Hacer saltos de rana y flexiones de brazos dentro de una habitación hasta que los vidrios se empañaran.
- Caminar de rodillas por un sendero de adoquines.
Pero la principal rutina y la que los coordinadores más disfrutaban era ponerlos en presión. Esto significaba ser el primero en levantarse al alba y el último en acostarse a la madrugada durante toda una semana, cumpliendo varias tareas.
A Marcelo la primera vez le tocó junto a un chico tucumano. “Teníamos que limpiar la casa constantemente, hasta lo que ya estaba limpio. A cada rato nos llevaban a confrontar. De comer nos daban un plato de ensalada. Pero nos obligaban a comer todo por separado: primero la lechuga, después la zanahoria, tercero la cebolla, cuarto el tomate, y sin poder tomar agua. Con toda la comida en la panza nos obligaban a hacer salto de rana”.
“Después teníamos que lavar los platos de los 20 que comían, pero solo nos daban 5 minutos para hacerlo, y si no llegabas agarraban lo que estaba limpio y lo ensuciaban de nuevo y volver a lavar, y así durante toda una semana. Era la tortura constante. Cada vez que querías ir al baño para lo que sea tenías que pedir permiso. ‘Permiso para defecar, permiso para orinar’, pero cuando estabas en presión no podías ir al baño. Te la tenías que aguantar o cagarte encima”. Y esa vez su compañero, el chico tucumano, se cagó encima nomás.
Mauricio
A diferencia de Marcelo, Mauricio estaba despierto en enero de 2004 cuando su padre le contó una mentira. “Te conseguí trabajo en una granja de la zona”, le dijo. Cuando llegó a la famosa “granja” y la tranquera se cerró tras sus espaldas, aún no sabía que esas míseras tablas de madera en realidad eran las rejas de su prisión.
Esta primera comunidad terapéutica se llamaba Juntos por la Vida. Cuando Mauricio llegó con sus 19 años y 120 kilos (se había descompensado luego de dos años de consumo constante de pegamento y marihuana) le podaron las rastas, como si fuera el Sansón de la falopa.
En esta fundación estuvo internado un año entero, también haciendo saltos de rana, corriendo sin parar y confrontando. Pero de lo que nunca se va a olvidar es de cuando le hicieron probar de su propia mierda. Uno de los castigos (o terapia, según ellos) era hacer cuerpo a tierra y arrastrarse con los codos por una zanja cubierta con excrementos que ellos mismos sacaban del pozo séptico. “Teníamos que hundir la cabeza ahí y hacer globitos”, cuenta Mauricio.
Un buen día, Carlos Nenning, que también tenía internado a su hijo pero que a su vez era uno de los padres que coordinaba a la institución, cansado de los maltratos que recibían los chicos decidió armar una nueva comunidad. “Un lugar distinto”, según decía. Ese lugar fue bautizado Comunidad Terapéutica Volver a Empezar. En realidad, Nenning no quería hacer nada distinto. Tan sólo quería ser el rey de la mierda.
Ya en esta nueva comunidad, una noche a mediados del 2004, Mauricio y un compañero aprovecharon que uno de los coordinadores se pasó de drogas y se quedó dormido estando de guardia. Sigilosamente le sacaron las llaves del bolsillo, abrieron la puerta del chalet y de puntitas de pie se fugaron de la comunidad.
Por tres semanas se refugiaron en la casa de la hermana de un amigo de Mauricio. “Cada tanto hablaba con mis viejos por teléfono y les explicaba por qué me había fugado, les decía todas las torturas que tenía que sufrir en Volver a Empezar”. Pero daba lo mismo. Ni los padres le creían. Luego de escuchar cómo les explicaban que los adictos son patológicamente mentirosos, prefirieron creer en quienes torturaban a su hijo.
Durante estas breves vacaciones, Mauricio aprovechó para realizar algo que hacía tiempo no hacía: el amor. Vivió un romance fugaz con la dueña de casa, una risueña adolescente, hasta que sonó un molesto timbrazo. La chica miró por la mirilla de la puerta y la imagen ovalada y deforme de Nenning le advirtió que algo no andaba bien. Intuyó que eran los verdugos de su amante, giró la cabeza y gritó: “¡Rajen de acá! ¡Ya!”.
Mauricio y su compañero subieron rápidamente las escaleras hasta el techo, y saltando de casa en casa se escaparon de sus captores. La ropa colgada de los tenders, las antenas de TV y los tanques de agua (esa postal tan porteña) fueron cómplices en la fuga.
Siguieron yirando hasta que no hubo más donde esconderse y Mauricio decidió confiar en las palabras de sus padres: “Volvé. No te vamos a internar”. Una vez en su casa, cuando estaba durmiendo en el sillón del living con sus dos perras pitbull como vigías, un portazo lo despertó. Javier Rojas y dos más lo levantaron de brazos y piernas y se lo llevaron ante la mirada atónita y culposa de sus padres.
“¡Antes de internarme prefiero que me maten! ¡En su puta vida me van a volver a ver!”, fueron lo último que escucharon de boca de su hijo. Sus captores lo agarraron de las bolas para callarlo y lo tiraron dentro de un Duna rojo. Nenning lo esperaba sentado al volante. Blandiendo una pistola, le dijo: “Quedate tranquilo. Ya está, ya estás adentro, ya no está mami, ya no está papi”. Ya no había nada.
Cuando lo depositaron de vuelta en la comunidad, la venganza fue terrible. Primero lo hicieron correr alrededor de la casa durante dos horas, intercalando con saltos de rana y flexiones de brazos, al grito de Soyundrogadictodemierda, todoestomepasaporfalopero, nuncamásmevoyaescapar. Después toda la casa lo confrontó: Matías, Alejandro, Marcelo y compañía fueron pasando y escupiendo en su cara al grito de Sosundrogadictodemierda, todoestotepasaporfalopero, nuncamástevasaescapar.
En tercer lugar, lo sentaron semidesnudo en una silla mientras los coordinadores le tiraban baldazos de agua helada. Como cuarta pena, estuvo cavando un pozo durante 30 días. Siempre el mismo. Cavaba y lo volvían a tapar. Quinto castigo y final: su ración de comida diario dejó de ser la miseria que comían todos los días para ser los restos de esa miseria. Sí, todos los días y todas las noches de este mes de penitencia Mauricio tuvo que comer de la basura.
La gran presión
Emulando el pensamiento enraizado en la derecha argentina, el pasado no existía dentro de la comunidad. Estaba totalmente prohibido referirse a sus vidas pasadas. Sólo existía el presente, tortuoso, y el futuro, indefinido. Pero una noche durante la cena Alejandro se atrevió a rebobinar un poco su vida y le comentó a un compañero: “… en Tucumán yo salía con los pibes del barrio y…”. Eso bastó para que Mariano Gordillo tejiera una sonrisa, le hiciera una seña a los otros coordinadores y todo se transformara en un gran caos demencial.
“Entraron los seis gritando ¡La casa está en presión, faloperos hijos de puta! Tiraron todos los platos al piso, la comida, los vasos, dieron vueltas las mesas y nos obligaron a todos a hacer cuerpo a tierra alrededor de todo el interior de la casa. Como ellos eran seis y tenían todas las esquinas vigiladas, era imposible parar”, testifica Marcelo.
En realidad era posible, pero sus consecuencias eran atroces. “Uno de los pibes, al que le decíamos ‘el tontito’ –el mito decía que había violado a su madre y a su hermana–, por el cansancio y el nerviosismo se acalambró y no pudo más. Entre dos coordinadores lo agarraron de los brazos y lo arrastraron por toda la casa golpeando su cuerpo contra las paredes y columnas. Después lo pusieron boca arriba, le sujetaron los brazos y las piernas, mientras otro coordinador le echaba pequeños chorros de agua en nariz y boca”.
Empiezo a imaginar que debe haber quienes aman y se excitan con este tipo de tortura, y después de buscar un rato encuentro la respuesta. Durante la época de la inquisición, Tomás de Torquemada y sus seguidores fueron los primeros en utilizar esta metodología tortuosa. Les apasionaba porque el agua es pura, cristalina, no deja huellas en los cuerpos vejados. 500 años después, George W. Bush y sus tropas utilizan la misma técnica sobre los presos de la prisión de Abu Ghraib, en Irak.
Cuando concluyeron las torturas físicas y la casa estaba hecha una laguna, los coordinadores les ordenaron a sus prisioneros secar todo. Pero no con secadores, sino con sus propios calzoncillos. Mauricio pidió desde el suelo que por favor le dieran un secador. Tomá, limpiá con esto, le contestó Javier Rojas alcanzándole una afeitadora Gillette. Tiene la misma forma que un secador, ¿no?
Y así estuvieron tres horas limpiando y fregando cuerpo a tierra. Un coordinador se acercó y preguntó: ¿Qué prefieren hacer ahora? ¿Doscientas flexiones de brazos o que mojemos todo de nuevo y ustedes secan? Los pibes, abatidos, optaron por el mal menor: el ejercicio físico. Pero si la pregunta fue sádica, la respuesta fue sanguinaria: La calle y las drogas eran fáciles. Acá dentro de la comunidad todo es difícil. Seis baldes desparramaban ríos de agua nuevamente por el suelo.
Terminaron de secar, esta vez con pocos trapos, y los obligaron a dormir ahí tirados. Pero la tortura no había concluido. “Cuando escucharon el primer ronquido aparecieron todos gritando y nos obligaron a hacer flexiones. Luego nos dejaron dormir y a los 10 minutos aparecieron de vuelta y lo mismo: ¡A correr manga de drogadictos!, y nos empezaron a tirar más agua”, recuerda Matías, otro joven tucumano también separado de su familia por el inefable juez Oscar Ruiz e internado tan sólo por consumo de marihuana. “Así nos tuvieron sucesivamente hasta que amaneció, no nos dejaron dormir en toda la noche. Yo lo único que esperaba era que llegaran mis viejo y me rescataran de ahí. Nunca me sentí tan humillado en toda mi vida”.
Todas estas atrocidades sucedían con la venia del director psiquiátrico de la institución, el Dr. Silvio Hoffman. Y los pibes lo recuerdan bien. “Cuando yo le decía las cosas que nos hacían él se reía en mi cara”, cuenta Alejandro. “Afirmaba que cavar pozos era parte de la terapia, que nos hacía bien para dejar las drogas”, dice Matías. “Cuando le contaba las cosas terribles que nos hacían hacer, él me decía: Mirá que lindo los colores de las cortinas, ¿te gustan?”, agrega Marcelo.
Traición de sangre
A mediados de abril de 2005, 45 días después de estar privado de su libertad en la comunidad Volver a Empezar, Marcelo recuperó por un momento el entusiasmo. Llegaba el primer día de visitas y sus padres iban a verlo. Sin que nadie se diera cuenta había armado su bolso y se había preparado para partir, confiado en que sus padres lo sacarían de allí.
Lo obligaron a vestir una polera para que no se notaran lo moretones del cuerpo, y cuando se disponía a encontrarse con ellos, un coordinador lo paró en seco y le advirtió: A tus padres no les vas a decir nada de lo que pasa puertas adentro. Igual, si les decís algo no te van a creer porque nosotros ya les dijimos que los drogadictos son todos mentirosos. Tus padres no confían en vos, confían en nosotros.
Marcelo asintió y se dirigió a sus padres cabizbajo pero decidido a contarles la verdad. Los abrazó desesperadamente, se sentó y los observó. “¿Me creerán a mí o a ellos?”, se preguntaba, y recién reaccionó cuando escuchó los gritos de un compañero. “¡Les suplico que me saquen de acá, por favor! ¡No les crean! ¡Créanme a mí que soy su hijo!”, eran las súplicas de Álvaro, otro chico tucumano también derivado por el juez Oscar Ruiz. Pero era inútil, sus padres ya habían escuchado atentos de boca de los coordinadores las supuestas mentiras que un drogadicto vertía.
El pibe se desesperó, huyó y se encerró en el coche de ellos. Uno de los coordinadores agarró una piedra y rompió el vidrio del vehículo. “¡Si me vuelven a meter en ese lugar, me como todo el vidrio!”, gritaba desesperado, amenazando con un puñado de vidrio en su mano enrojecida y viendo como la libertad se le escabullía una vez más. Segundos después, dos de los coordinadores entraban al auto y lo arrastraban hacia la comunidad mientras Álvaro pronunciaba palabras inentendibles con su boca llena de vidrio y sangre.
“Fue terrible ver eso. Me desmoronó. Si yo le hubiese dicho a mi viejo la verdad, él me habría creído y sacado de ahí –reflexiona Marcelo hoy con su beba en brazos– pero yo estaba vencido psicológicamente por temor a las represalias”. Los pibes de la comunidad Volver a Empezar ya sabían que no podían confiar en sus padres y que escapar solos tampoco era una opción.
Ya era la hora de una rebelión en la granja.
El gran escape
La huída se empezó a planear con susurros. Cuando no había un coordinador, se decían algo al oído. En el momento indicado, se deslizaban un papelito con información. Así, nueve de los pibes de la comunidad acordaron y tejieron durante 15 días un plan de fuga. Los pollitos habían decidido rebelarse contra los cerdos autoritarios.
Esa noche (la madrugada del 1 de abril del 2005) Alejandro y Mauricio estaban lavando los platos, custodiados por un asistente de los coordinadores que sin embargo esa noche mostró signos de humanidad: se echó al piso y se dejó atar y amordazar. Luego fueron recorriendo los pasillos del chalet haciendo un chistido, avisando al resto que era la hora. Los otros siete se levantaron y se sumaron al plan.
Muchos de sus compañeros estaban muertos de miedo y no se querían fugar. No tenían adónde ir o sabían muy bien que tarde o temprano sus padres los depositarían nuevamente dentro de la comunidad, y de nuevo las torturas. “Perdonen chicos, pero esta es la única forma que tenemos de irnos”, les dijo angustiado Alejandro a los coordinadores mientras los ataba. “No se preocupen, todo bien. Pero prométannos que afuera no la van a bardear, que se van a recuperar”, fue la respuesta de la camaradería.
Se repartieron las tareas entre los nueve. Agarraron machetes, cuchillos, cables y alargues para atarlos. El primer grupo entró a la habitación donde estaban durmiendo los coordinadores Julio (no figura su apellido en la causa), Maximiliano Ledesma y Gastón Santero. Los redujeron, los ataron, los amordazaron y los dejaron ahí tirados y quietitos.
Mientras tanto, el otro grupo entraba a los gritos –blandiendo los machetes y cuchillos- dentro de la oficina donde estaba durmiendo el cerdo mayor: el coordinador-torturador Mariano Gordillo. “Se puso pálido el negro cuando nos vió”, recuerda uno de los tucumanos. Algunos se le abalanzaron encima y le sujetaron piernas y manos mientras otros lo ataban y le amordazaban la boca.
“¿Dónde está la llave, dónde está la llave?”, fue la pregunta que le hacían al cerdo una y otra vez, sin recibir respuesta. Dicen que la venganza es un plato que se sirve frío, pero algunos de los chicos no se pudieron aguantar y le empezaron a pegar con el canto del machete y lo obligaron a hacer saltos de rana. Ahora eran ellos los que gritaban: “Saltá faloperito, saltá”, mientras el cerdo saltaba y lloraba. Los pollitos habían tomado el poder.
“Cuando veo que le están pegando con el machete me asusto mucho. Había mucha violencia. Se estaba yendo todo a la mierda”, recuerda Marcelo de estos minutos finales. Pero dentro de este clima de rebelión donde lo único que importaba era escapar lo antes posible, cada uno se detuvo un segundo para buscar los objetos más valiosos que Nenning, Hoffman y sus secuaces les habían robado.
Matías buscaba desesperadamente la guitarra que había llevado desde Tucumán y que le habían prohibido tocar porque “se dispersaba”. La encontró.
Mauricio escudriñaba entre los cajones las fotos familiares que le habían secuestrado dos años atrás. Anhelaba una en especial: la de su hermano menor, de dos años, a quien no había visto crecer. La encontró y se la guardó en el bolsillo trasero del pantalón.
Marcelo buscaba en vano la alianza de compromiso que había comprado para él y su mujer. Algún coordinador ya la había empeñado.
Cuando Alejandro abrió uno de los placares, una lluvia de alfajores tucumanos, cigarrillos, chocolates, galletitas y cientos de golosinas se desperdigó sobre él. Eran algunas de las cosas que los familiares les mandaban y los cerdos incautaban. Le dio un mordisco a un alfajor de su tierra, encontró la llave y dijo: “La encontré, vayámonos”. Comieron desesperadamente algunas golosinas, agarraron sus bolsos, 70 pesos para movilizarse y un celular para que no los pudieran denunciar.
Abrieron la puerta de la casa desesperadamente, saltaron la tranquera de la quinta y con sus cuerpos torturados empezaron a correr hacia la libertad. El plan era que Mauricio (conocedor de la zona) condujera al grupo hasta la Panamericana. Luego Marcelo llevaría a los chicos tucumanos hasta su casa, para darles unos mangos y así poder volver a su provincia.
Los pollitos se habían fugado de la comunidad. La rebelión había concluido.
Epílogo
A la hora y media de haber escapado, los nueve pibes fueron apresados por la maldita policía bonaerense. El coordinador-torturador Mariano Gordillo se había desatado y realizado la denuncia. Los policías no creyeron la versión de los pibes, sino la de sus torturadores. No podía ser de otra manera.
Al día siguiente los cinco menores de edad fueron trasladados a institutos, mientras que los cuatro mayores (Mauricio M., Marcelo V., Matías R. y Alejando O.) estuvieron dos meses en un calabozo con 30 presos comunes. Lo que vivieron ahí adentro podría ser una nueva crónica.
Luego del pedido del fiscal de San Martín Héctor Scebba, el juez de garantías Oscar Quintana procesó a los cuatro mayores por robo (de un celular, una mochila, golosinas y 70 pesos) agravado por el uso de armas. Nunca se tuvieron en cuenta ni los testimonios de los jóvenes torturados, ni las lesiones que acreditaron los peritajes médicos, ni los testimonios de los vecinos del lugar corroborando las aberraciones que sucedían al interior de la quinta, ni la declaración de la psicóloga que trabajó en la institución. Tampoco podía ser de otra manera.
El fiscal Héctor Scebba es conocido por haber propiciado la libertad de un policía acusado de fusilar a dos pibes en José León Suárez. A su vez, el juez Oscar Quintana tuvo su minuto de fama cuando dejó en libertad a dos policías acusados de extorsión y privación ilegítima de la libertad.
Mientras los cinco menores fueron sobreseídos, los cuatro mayores esperan en libertad el juicio oral. De ser encontrados culpables, aguardan una condena de entre 5 y 10 años de cárcel.
Los padres de los cuatro chicos, al ver cómo el fiscal Héctor Scebba archivaba impunemente la causa, denunciaron a la fundación Volver a Empezar por torturas. La Fiscalía de Cámara de San Martín decidió el 24 de junio del 2006 reabrir la causa, ahora en poder de la UFI No 2 de ese partido. Sin embargo, después de más de dos años de instrucción, la fiscal Fabiana Ruiz sigue sin llamar a declarar a Nenning y a Hoffman, que a su vez son investigados por estafas por la UFI No 9.
A pesar de de tener causas abiertas por estafas, torturas y privación ilegítima de la libertad, Carlos Nenning, Silvio Hoffman y sus secuaces siguen operando bajo el seudónimo Asociación Civil Ligüen en dos predios que tienen en Morón y San Miguel.
Por ahora.
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