Un poco de canibalismo azteca

Texto inédito (2004)

Según el antropólogo Marvin Harris –principal promotor del materialismo histórico en la antropología- con la aparición del estado, el canibalismo y los sacrificios humanos tendieron a desaparecer progresivamente porque los prisioneros tomados en las guerras empezaron a ser necesarios como mano de obra para los nuevos territorios.

Sin embargo, los aztecas fueron la excepción a esta regla. En vez de proscribir los sacrificios humanos y el canibalismo hicieron de estas prácticas el principal foco de las creencias eclesiásticas y rituales. Pero hay otra explicación para la proliferación del canibalismo y sus ritos que la generalizada de que los aztecas tenían que alimentar al dios Sol, Tonatiuh, con carne humana y corazones aún palpitantes. Otro antropólogo, Michael Harner –conocido como el “chaman blanco” por la proliferación de sus estudios sobre el chamanismo- sostiene que como resultado de milenios de intensificación de la población las tierras altas del centro de México habían perdido los cerdos y herbívoros domesticables. A diferencia de los Incas, que obtenían su alimentación animal de la llama, la alpaca o la cobaya, los aztecas solamente criaban patos, pavos y perros sin pelo, en un territorio donde no abundaba la fauna salvaje. Esto dejaba a los aztecas a la merced de no más de uno o dos gramos de proteína animal por día per capita. Entonces, la teoría de Harner argumenta que debido a la escasez de carne animal resultaba muy difícil para el estado Azteca prohibir el consumo de carne humana en pos de su expansionismo. Así es como la carne humana era distribuida como premio por la lealtad al trono y la valentía en el combate. “Además, el hacer siervos o esclavos no habría hecho más que empeorar la escasez de alimento animal. Prohibiendo el canibalismo había mucho que perder y poco que ganar”, sos tiene Harner.

A su vez, Harris propone la teoría de que los ritos y sacrificios funcionaban como sacralizadores de la necesidad secular de comer carne humana. “(… ) sus creencias religiosas (es decir, las insaciables ansias de sangre humana de sus dioses) reflejaban la importancia de los alimentos de origen animal en relación con las necesidades de la dieta humana y el agotamiento del suministro de animales no humanos en su hábitat”.

Entonces, quizá, podríamos matizar la visión occidental que caracteriza al canibalismo azteca como una práctica macabra y sangrienta, y comprenderla más bien como la necesidad de una sociedad de obtener carne humana para satisfacer las necesidades biológicas. No olvidemos, por más que esté tabuizado por nuestra cultura, que comer un poco de nosotros mismos no mata a nadie. Sin ir más lejos, un par de décadas atrás, un grupo de rugbiers uruguayos sobrevivió a su agonía perdidos en el medio de la Cordillera de los Andes comiendo a sus compañeros fallecidos luego de que se cayera el avión en el que viajaban.

El segundo plato, por favor.
Una gran sorpresa se llevaron Hernán Cortés y su ejército al llegar a Tenochtitlán y encontrarse con los tzompantli, enormes estructuras (parecidas a un arco de rugby, pero con muchos más palos) donde los aztecas clavaban los cráneos de los sacrificados. Fray Diego Durán relata con horror el panorama con el que se encontró: (sic) “…de palo a palo por los agujeros venían unas barras delgadas en las cuales estaban ensartadas muchas calaveras de hombres por las sienes tenía cada vara veinte cabezas llegaban estas rengleras de calaveras hasta lo alto de los maderos de la palizada de cavo a cavo (…) eran tantas tan sin cuento y tan espesas que ponían grandísima grima y admiración…”. Si bien los cálculos actuales estiman que una de estas estanterías no podía llegar a contener más de 60 mil cráneos, vale citar a un cronista de Hernán Cortés, Andrés de Tapia, quien dice haber contado más de 136 mil cráneos en un solo tzompantli. Más allá de las diferencias matemáticas, según Harris el número de sacrificios humanos y de canibalismo practicado en Tenochtitlán es único en la historia humana.

Otros conquistadores podrían decir de Cortés y su séquito que “vivieron para contarla”. Pedro de Valdivia, colonizador de lo que luego sería Chile, fue capturado por el gran toqui araucano Lautaro, quien poco a poco fue extrayendo, asando y comiendo la carne de los antebrazos del español, con éste aún en vida viendo como él mismo era el protagonista del banquete. La misma suerte corrió el explorador Fernando de Magallanes cuando paró a descansar en Mactam (cerca de lo que hoy es Filipinas). Aún peor fue la de Juan Solís y ocho de sus tripulantes: cuando llegaron a una isla del Río de la Plata y vieron que los querandíes los recibían con loas y regalos, desembarcaron sin imaginarse que en la cocina nativa había un menú en el que ellos eran el plato principal. Por último, tenemos al Capitán inglés James Cook. Luego de que una feroz tormenta azotara a las playas de Hawai, los nativos llegaron a la conclusión que los visitantes no eran dioses, y que por lo tanto eran dignos de una reprimenda por sus mentiras. El príncipe isleño Gania se comió personalmente partes del cuerpo de Cook. Esto le dio pie a Liliukalani, descendiente de Gania y última monarca de Hawaii antes de que fuera tomada por Gran Bretaña, a una elocuente broma durante una visita a Inglaterra: le dio un cálido saludo a la Reina mientras le decía que ella también llevaba sangre inglesa en sus venas.