Era el mediodía del 24 de diciembre de 1972. Juana no estaba preparando la cena de noche buena. Juana estaba haciendo otra cosa. Le había demandado un tiempo comprender que esos 20 kilos de más que colgaban de su vientre no eran sólo producto de la hernia que la aquejaba desde hacía años. Le había
demandado un tiempo comprender que en realidad estaba embarazada a pesar de sus 49 años.
Vio salir a una mujer sola y angustiada y supo que era su turno. Entró a la casucha y distinguió sobre una mesa de madera algunas cosas que desconocía su finalidad: un ramo de perejil, pedazos de alambre, vendas enrojecidas y dos agujas de tejer dentro de un frasco con alcohol. Le entregó el dinero a un hombre. Una mujer le dijo: “Siéntese en la camilla y abra las piernas”. Juana obedeció. La mujer agarró alguno de los elementos –no sabemos cuáles, Juana nunca lo dijo- y empezó a hurgar ahí hasta que se detuvo.
-¿De cuánto está? –preguntó alarmada, inquiriendo sobre los ojos de Juana.
-No sé. ¿Será un mes? –respondió esta mujer enorme. La respuesta debería haber sido “siete meses”.
Ya era tarde. Las dilataciones provocadas sobre el útero, irreversibles. Juana había ido a buscar un aborto pero finalmente se encontró con un parto. Quería irse con las manos vacías y se fue con un bebé bajo el brazo. Así, Mónica nació a pesar de todo.
Juana entró al departamento del edificio de monoblocks de Valentín Alsina donde vivía junto a su marido. Esteban, un cansado operario de Fabricaciones Militares, estaba viendo televisión de espaldas a la puerta mullido en un sillón. Cuando escuchó el tibio saludo de su mujer no se dio vuelta para saludarla, levantó la mano nomás. Ella se fue al cuarto y apoyó al bebé sobre la 2 cama. Se quedó pasmada mirando a ese cuerpito de tan solo un kilo y medio de existencia. Se sobresaltó cuando empezó a llorar. Esteban entró a la habitación. No entendía por qué veía lo que se suponía no debería estar viendo. Juana le explicó a su marido lo que había sucedido. Que Mónica había nacido a pesar de todo.
Desde ese primer día que vieron a su hija tirada sobre la cama con las dos patitas chanfleadas hacia adentro, los brazos moviéndose sin cesar y la cara inclinada de costado, comprendieron que no había nacido sanita. Pero no hicieron mucho para remediarlo. Recién a las cuatro años, a mediados de 1976, alarmada porque no daba sus primeros pasos, Juana decidió llevarla a un doctor.
En un país gobernado por brutos, los médicos de aquel entonces no sabían diferenciarse de los verdugos: “Señora, no se haga ninguna ilusión, porque su hija no va a caminar jamás”. Además le informó que Mónica había nacido con un daño cerebral estático, no progresivo, con una cuadriplejía y espasmos en los cuatro miembros de su cuerpo.
Juana hizo extensivo ese jamás a la vida toda.
Jamás salían a pasear por el barrio. Jamás iban a comer afuera. Jamás unas vacaciones. Jamás volvieron a un médico para tratar su discapacidad o la miopía severas de sus ojos.
Juana jamás pudo reconocer que tenía una hija con discapacidad. La familia no sabe bien por qué. Quizá pensaba que aceptarlo sería algo así como admitir la absurda teoría que ella tenía un mal congénito. El azar le había dado dos hijos con cierta discapacidad. Miguel, 20 años mayor que Mónica, a los 18 se había quedado sordo víctima de una enfermedad.
Así transcurrió la vida de Mónica. Hasta 5 grado disfrutó de ir a la escuela y de sentir un mundo ajeno al de esas cuatro paredes con dos padres que ya no se amaban. Pero el cuerpo –y la mente- de su madre estaban agotados. Un día Juana decidió dejar de llevarla a la escuela. No soportaba más el esfuerzo que tenía que hacer con el cuerpo dependiente de su hija y la silla de ruedas.
Cuando tenía 15 años a Moni le encantaba quedarse durante horas en la puerta del edificio, frente al patio central que nucleaba a todas las viviendas del complejo de monoblocks. Por ahí pasaba toda la vida que ella no tenía: las niñas iban a la escuela, los pibes jugaban a la pelota, los vecinos se puteaban pero también se saludaban.
Rocco, el del 1 “b”, un veinteañero pintón, cuando la veía ahí sola siendo testigo de la vida de los otros bajaba para darle protagonismo a la suya. Peinaba su jopo con un poco de gel, agarraba el grabador y cassettes de Luis Miguel y bajaba hasta el patio saltando los escalones. Aparecía de repente frente a Moni, apretaba play y anunciaba: “¡Vamos a bailar!”. Ella sonreía con su cabeza ladeada hacia arriba y con su hablar errante pero claro le decía: “¡Bailemos, bailemos!”.
Cuando escuchaba que la música había cesado, Juana bajaba las escaleras, agarraba la silla por detrás y volvía a meter a su hija dentro de las cuatro paredes del departamento.
“¡Rocco es hermoso, mamá! –gritaba Moni- ¡Me quiero casar con el!”. Pero Juana no acompañaba las fantasías de su hija. Las arruinaba. “¿Quién te va a querer con esa cara de perro? ¡Nunca te vas a casar!”, le gritaba y luego se encerraba en su cuarto. “Yo escuchaba que decía ¿Por qué la habré tenido? ¿Por qué no la habré abortado? Pero igual la quise mucho a mi mamá. Nunca le guardé rencor”, reconoce Mónica hoy de su madre, quien años después moría de un paro cardíaco por una sobredosis de calmantes.
Mónica se quedó sola con su padre, un buen hombre pero demasiado melancólico que no sabía como darle una buena vida a esa hija con discapacidad a la que además le llevaba 50 años de diferencia.
En el 2000 murió de un derrame cerebral. Mónica sabía que se avecinaba lo peor. Ese hermano sordo -y al que la mujer había abandonado con tres hijos adolescentes- se instalaría nuevamente en su casa. Miguel ya había convivido con su padre y su hermana. En aquella oportunidad lo terminaron echando porque junto a sus hijos maltrataban a Mónica. El temor era que ahora no estaba su padre. No había nadie que les pusiera límites.
La vida junto a su hermano y sus tres sobrinos –dos chicos y una nena entre 12 y 20 años- fue “un infierno”, según ella misma lo reconoce. La obligaban a vivir de noche y dormir de día. “Eso lo hacían para que no los molestara. Por su sordera mi hermano no podía despertarse sólo, entonces me obligaba a que lo despertara a las siete de la mañana para ir a trabajar”. Ahí recién Mónica estaba autorizada a irse a dormir.
A la noche se quedaba sola comiendo los restos que le habían dejado. Escuchaba música, veía películas o videos de Luis Miguel. El contacto con el mundo exterior era a través de la TV: el obelisco, el centro de la ciudad, las autopistas y los parques pertenecían a un mundo que no sabía dónde quedaba.
No la ayudaban en nada. No le prendían el calefón para que se lavara la cabeza, no la llevaban al baño, no le calentaban el agua para que pudiera tomar unos mates. Podía estar un mes entero sin que la sacaran a la calle. Cuando Miguel o los sobrinos se encontraban con algo roto –porque Mónica se esmeraba en seguir su vida a pesar de todo- en vez de darse cuenta que necesitaba una mano, le gritaban: “¡Discapacitada de mierda, cómo puede ser que rompas todo!”.
“Una noche mi hermano volvió de trabajar y hacía horas que estaba desesperada por hacer pis”. Moni le imploró que por favor la llevara al baño. Miguel obvió a su hermana, agarró el suplemento deportivo y entró él. A los 15 minutos salió y Moni siguió rogándole, que no podía más, que por favor. “¡Acabo de llegar de trabajar! ¡Arreglátelas por tu cuenta!”, le gritó.
A pesar de estar postrada en una silla, Mónica es una mujer de carácter. Ante los improperios de ese hermano injusto ella también lo insultó con rabia y nervios y le exigió que la llevara al baño. Le dijo que era un hombre bruto. Miguel se acobardó: se sacó el audífono detrás de su oreja derecha y lo apoyó sobre la mesa de luz, como si le estuviese diciendo “gritá todo lo que quieras que nadie te va a escuchar”. Se dejó caer en el sillón de espaldas a su hermana, tomó el control remoto y prendió el televisor.
Moni comprendió lo sola y desamparada que estaba. Dio media vuelta con la silla, abrió la puerta de la casa y se desplazó hasta el rellano de la escalera. Las ruedas rozaron el borde del primer escalón. Calculó que si se dejaba caer su cuerpo y su silla rodarían a través de 20 escalones y su cabeza seguramente impactaría de lleno contra la pared de la planta baja. Quería acabar con su vida. Mientras el asiento de la silla se inundaba sentía que estaba cansada que su vida sea siempre un jamás.
Se estaba por dejar caer cuando escuchó sonar el teléfono. Le resultó extraño que alguien llamara a esa casa, a la que nadie lo hacía porque no había nadie que valiera la pena. Salvo ella.
-Hola. ¿Hablo con Miguelez Hermanos? –preguntaron cuando atendió.
-Sí, un segundo que le paso con mi hermano- respondió. Ella gritó pero él seguía oculto en la quietud de su sordera.
-No, no. –replicaron- ¿Este es el taller metalúrgico Miguelez Hermanos? Les hablo por la deuda que tienen- inquirieron desde el otro lado del teléfono.
-No. Esta es una casa de familia. Mi hermano se llama Miguel. Yo soy Mónica, soy discapacitada- respondió ella, con ese hablar errático y tierno que la caracteriza.
Intercambiaron algunas palabras más y luego Guillermo colgó. Antes de seguir buscando en vano a los morosos de Miguelez Hermanos, este cincuentón y buscador de deudores incobrables se quedó unos segundos aferrado al tubo del teléfono. Había sonado un clic en su interior y no sabía por qué.
“Desde un primer momento me sorprendió que me haya atendido tan delicadamente. Además, me impactó mucho la franqueza con la que reconoció que era discapacitada”, recuerda sobre esa llamada del 26 de diciembre de 2001.
Mientras el país se desangraba un teléfono descompuesto reemplazaba los deseos de cupido.
Estuvo toda la tarde pensando en ese llamado extraño, en esa voz tosca pero sincera. Cuando terminó de trabajar, cerca de las seis de la tarde, la curiosidad lo venció y decidió hablarle nuevamente. Marcó y Moni atendió. Durante la llamada él le dijo que se llamaba Guillermo y que había sentido curiosidad por ella. Entonces ella le contó que tenía una parálisis cerebral, que usaba silla de ruedas, que vivir con su hermano y sus hijos era un infierno, que como no la ayudaban ni para preparar el mate ella se quemaba las piernas con el agua hirviendo, que nunca salía a la calle. Y agregó que hacía dos días, el 24 de diciembre, había cumplido 29 años pero no había recibido ningún regalo.
“Que no se dignen a sacarla a pasear y que no le hayan hecho un regalo me puso muy mal -recuerda él-. Me generó una rebelión interior”. A los dos días Guillermo estaba parado frente al departamento de Mónica tocando el timbre. Uno de los sobrinos abrió la puerta y él preguntó por ella. “Está dormida”, contestó frunciendo la frente, extrañado que alguien preguntara por primera vez por esa tía inválida. Guillermo le acercó el pequeño paquete envuelto -“Si es tan gentil dele esto de mi parte” y se retiró.
Germán fue hasta el cuarto de su tía, la sacudió por el hombro y le dijo, soltando el paquete sobre la cama: “Un viejo te trajo esto”. Con sus manos temblorosas desgarró el envoltorio rosa y descubrió una taza con colores y una inscripción: Mónica. ¡Feliz cumpleaños! “Este es Guille”, pensó ella y sonrió.
Había decidido que quería conocer a esa chica y sacarla a recorrer un poco el mundo. Guillermo entonces escribió una carta manuscrita y eterna contándole sus intenciones al hermano Miguel. Con una prosa respetuosa y antigua le explicó que él tenía 48 años, que era divorciado y tenía tres hijas, que era un profesional con un buen pasar económico y un hogar. Por último agregó que tenía respetuosos deseos de poder sacar a pasear “una de estas tardes a su estimada hermana Mónica”.
Cuando Moni le dio la carta, Miguel la tiró a la basura sin dignarse en leerla. El razonamiento de él era algo así como nadie más que un viejo perverso se puede interesar por mi hermana inválida. Pero una vez más el azar intervino en esta historia. Marcela, quien por entonces era la novia de Miguel, le sorprendió ver una carta en la basura. La agarró y la leyó detenidamente. Habló con Moni acerca de ese hombre extraño y luego le dijo que el perverso era él por tratar así a su hermana. Mónica le habló a Guillermo y le dijo que estaba invitado a cenar, que su familia lo quería conocer. Moni tenía la primera cita de su vida.
Siete días después Guillermo estaba frente a la puerta de la casa de Moni. Los nervios lo hacían sentir un adolescente. Mientras esperaba se arregló el nudo de la corbata mirándose en el reflejo de la puerta. Al abrirse, la insignificante figura de Miguel fue traslúcida y así Guillermo y Mónica se vieron por primera vez. “Me quedé embobada apenas lo vi. Morí de amor”, recuerda ella de la impresión que le causó ese hombre alto y buen mozo, que ostentaba una frondosa cabellera canosa.
Ahí estaba él, debajo de la puerta y a contra luz, con un ramo de margaritas en sus manos. Y ahí estaba ella: en el medio del living, sentada en esa estrafalaria silla de ruedas con los caños oxidados, con su pelo canoso y gris enmarañado hasta debajo de los hombros, sonreía después de mucho tiempo. Guillermo se acercó hacia a Moni, se inclinó y le dio un cálido beso en la mejilla.
Luego de que la familia compartiera una pizza con el extraño visitante, este le preguntó a Miguel si autorizaba a su hermana a dar una vuelta a la manzana. “No quería que pensaran que me tomaba atribuciones que no tenía. Mi intención era ir de a poco, hacer buena letra”, dice Guillermo.
Entonces tomó las manivelas de la silla de Moni y salieron a dar una vuelta alrededor del complejo de monoblocks. Miguel se quedó en el balcón mirándolos pasear y rascándose la cabeza. Moni saludaba a los vecinos que hacía tiempo que la no la veían. Ella y Guille entablaron una charla veloz, el tiempo apremiaba y había que conocerse. “Ese día me contó que la vida junto a su hermano era un infierno. Que nunca en su vida había ido al cine y que no recordaba la última vez que había comido en un restaurante. Me confesó que nunca había ido a la Capital Federal ni viajado en tren ni en colectivo, que lo único que conocía era el centro de Valentín Alsina”.
Guillermo supo en ese momento que el destino y el deber eran ineludibles y que por algún motivo él se había cruzado con esa chica. “No puedo permanecer indiferente. Si le puedo mejorar su autoestima y calidad de vida lo voy a hacer”, se dijo mientras la llevaba de vuelta a su casa y el hermano seguía rascándose la cabeza.
Al sábado siguiente Guillermo apareció en la casa con una silla de ruedas nueva y reluciente. La agarró a Moni y se fueron a deambular sin parar. El sobre sus patas y ella disfrutando de una silla digna. Primero caminaron más de 30 cuadras hasta el Puente Pueyrredón. Hacía pocos días que el país tenía un nuevo presidente y el puente estaba cortado por las convulsiones que lo azotaban.
Moni se entusiasmó con las proclamas del pueblo. Ella también gritó que todos tenían el derecho a una vida más justa. Se quedaron unos minutos ahí parados sobre el puente. Eran a su vez testigos y protagonistas de la sobrevida.
“Por el puente viejo cruzamos a la Boca y conoció la capital por primera vez. Seguimos caminando por la rivera, por Caminito, y después tomamos juntos un helado. Fue el primer helado de su vida. ¿Lo podés creer? ¡Nunca había tomado un helado! Después nos volvimos a su casa en tren”, recuerda él sin ruborizarse en reconocer que esa fue la mejor primera cita que tuvo. “¡Y también era la primera vez que viajaba en tren! A mí me sorprendían las carencias que tenía”.
Guillermo se fue ganando la confianza del testarudo Miguel y los sábados era el día pactado para que salieran a pasear. Guille pasaba a buscar a Moni y juntos organizaban una nueva primera vez. Ella elegía cada destino o aventura exótica. Viajaron en colectivo por toda la ciudad, conocieron el campo de juego de la cancha de River Plate, se deslumbró con el obelisco y el Congreso que sólo conocía por TV, comió pochoclos mirando una película de amor y fueron a cenar comida china. Ante cada placentera y debutante experiencia ella respondía con sonrisas y onomatopeyas: los bosques de Palermo se merecían un “¡uh!”, disfrutar desde primera fila el recital de Luis Miguel varios “¡eh!”, cortarse el pelo después de un año una seguidilla de “¡ah!”.
“Estos primeros seis meses de estar haciendo cosas nuevas todas las semanas fueron momentos fantásticos, fabulosos, porque yo era un testigo privilegiado de compartir con ella todo lo que experimentaba por primera vez. Ibamos y veníamos de acá para allá en tren o en colectivo constantemente, sin rumbo fijo –reflexiona y recuerda Guillermo, y en la sonrisa de sus ojos se nota que dice la verdad-. Un día estábamos tan divertidos, tan locos quizás, que empezamos a caminar contramano por la autopista, al lado de la cancha de River. ¡Hasta que nos sacó la policía!”.
Luego de alguna de esas tardes alocadas, cuando Guillermo se agachó para darle a Moni un beso en la mejilla, ella le susurró al oído: “Chau, mi alma”.
Nunca había escuchado esa palabra como piropo, como halago. Entonces razonó: “Lo mejor que ella tiene es su alma. Porque ni su mente ni su cuerpo la acompañan. Entonces cuando me dice que soy su alma está sintiendo por mí lo mejor que tiene ella”. Terminó de comprender la ofrenda que Mónica le había entregado y se desarmó en mil pedazos.
Estuvo durante una semana entera rearmándose, juntando los pedacitos de sí mismo, analizando si él también estaba enamorado. Ya sabía que era así, pero no quería cometer ningún error. “Hay cosas que son muy sencillas: cuando te dormís con el ser querido en la mente y te levantás y lo primero que querés es abrazar y besar a ese mismo ser querido, es que estás enamorado”, se dijo a sí mismo.
Esa misma tarde, mientras Guillermo se dedicaba a la hermenéutica del amor, Moni vivía el último de sus calvarios. Como Germán, el único sobrino que estaba en la casa, no quiso ayudarla a ir al baño, fue por su cuenta y por una mala maniobra rompió el inodoro. Borbotones de agua empezaron a inundar la casa. Germán, enfurecido, apareció con un cuchillo y cuando terminó de gritar “¡discapacitada de mierda qué es lo que hiciste!” se lo lanzó por la espalda, sin lograr su cobarde objetivo. Cuando llegó su hermano y no quiso prestarle atención, amenazó con contarle todo a Guillermo. “¡Contale! –le dijo entre carcajadas- ¿Qué pensás? ¿Qué te va a venir a rescatar? ¿Qué se va a casar con vos? Y no jodas más porque te interno en un cotolengo”, concluyó sacándose el audífono, ocultándose tras el silencio de los necios e ignorantes.
Un mes después, el 21 de septiembre de 2002, Guillermo y Mónica se declararon el amor sincero que cada uno sentía por el otro. Amalgamaron sus vidas y sus cosas para vivir juntos en la casa que él comparte en Adrogué junto a su hermana.
A partir de la convivencia se compraron un auto y Mónica eligió cada vez aventuras más lejanas: navegaron en lancha las aguas del Tigre, deambularon por las sierras cordobesas y se zambulleron también en el río Parana, frente a la costa entrerriana.
Su primera vez no fue un día en especial. El amor y el sexo los fue sintiendo todos los días, todas las noches. De a poco y con cuidado, Guillermo le fue revelando con gestos sensuales cada parte de su íntimo cuerpo. Cada caricia nueva de él, ella la gozaba con alegría y excitación, como todas las primeras veces de su vida.
Hoy, Guillermo y Mónica siguen juntos. El no se ruboriza cuando reconoce que ella es el gran amor de su vida. Ella se siente muy a gusto al ser aceptada por las hijas de él como la nueva mujer de su padre.
El año que viene tienen planeado casarse. Ella seguramente disfrutará de su boda como todas aquellas primeras veces.