Las auras

Artículo publicado en la revista C del diario Crítica (2009)


Esta crónica trata sobre la epilepsia, cruel y seductora enfermedad que a lo largo de la historia ha ido azotando a quienes la padecieran y eclipsando a quienes la investigaran. Tener epilepsia –ser epiléptico según la semántica que la humanidad suele esgrimir, cuando en realidad uno es mucho más de lo que tiene siempre fue un infortunio en cualquier rincón del mundo, indistintamente de la cultura o tiempo que el enfermo habitara.

El término epilepsia tiene su origen en la palabra griega epilambanein, que significa ser atacado o tomado por sorpresa. Para los griegos de la antigüedad, esta enfermedad era sagrada y debía tener un origen divino ya que sólo Dios podría tener el poder de derribar y contorsionar a una persona. A pesar de que Hipócrates, uno de los padres de la medicina, ya había desmitificado su sobrenaturalidad y había establecido su origen en el cerebro, los sabihondos que lo continuaron borraron sus enseñanzas, se dedicaron a perseguir a los enfermos y a buscar las curas más absurdas y horrendas.

Galeno de Pérgamo (130-200 d.C.), para dar un primer ejemplo, sostenía que las convulsiones se iniciaban a partir de una flema que se generaba en las extremidades del epiléptico y que para evitarlas había que realizar torniquetes o directamente amputar los brazos o piernas.

En el libro Historia de la epilepsia, el doctor Esteban García Albea Ristol describe que durante la Edad Media las mujeres epilépticas eran acusadas de brujer- ía y quemadas vivas en hogueras públicas o enterradas si además estaban embarazadas. Los hombres, agrega el historiador, eran castrados antes de expulsarlos al limbo existencial del ostracismo foráneo. Por la misma época existía un ungüento llamado Castoreum, “una sustancia resinosa de olor fuerte y desagradable, segregada por dos glándulas abdominales que tiene el castor en el ano y que se empleaba como remedio contra la enfermedad divina”, informa la web del Museo de la Epilepsia de Alemania.

Hasta 1930 los enfermos fueron encerrados en manicomios o en asilos para discapacitados, atendidos por psiquiatras que consideraban que la epilepsia les trastornaba la mente y el cuerpo. Hasta que finalmente el doctor alemán Hans Berger (1873-1941) desarrolló el electroencefalograma, aparato que registra la actividad eléctrica cerebral y permitió que el mundo de la ciencia develara algo que Hipócrates había asentado miles de años atrás: la epilepsia es una enfermedad crónica que se origina en el cerebro a partir que un grupo de neuronas transmiten más información que otras, generando un cortocircuito y generando crisis inesperadas y espontáneas.

Sin embargo, la ignorancia y la discriminación no se atenuaron: hasta 1970 en los Estados Unidos las personas con epilepsia no podían entrar a restaurantes, museos o centros recreativos; en 1984, Lousiana fue el último estado en derogar una ley -de 17 que la aplicaron durante décadas- que prohibía el casamiento entre “sanos” y epilépticos; la misma legislación se aplicó en el Reino Unido hasta 1970, país donde hasta 1994 las personas con epilepsia no podían acceder a un carnet de conducir.

En la Argentina, a pesar que nunca hubo leyes negativas, tampoco hubo jamás un marco legal que protegiera de la discriminación laboral y social o de la falta de atención médica a las personas con epilepsia. Hasta que el 27 de enero de este año el Poder Ejecutivo se dignó a promulgar la Ley de Epilepsia Nro. 25.404, aprobada siete años atrás, el 1 de marzo de 2001, por el Congreso Nacional.

¿Por qué se tardó 8 años en promulgar la ley? “Habrá habido presiones de las prepagas y de las obra sociales”, afirma Jorge Lovento, presidente de la Fundación de Epilepsia (FUNDEPI), quien padece esta enfermedad desde los 9 años y es el ideólogo de la ley junto a la Dra. Silvia Kochen, jefa del Centro de Epilepsia de la División Neurología del Hospital Ramos Mejía.

“Esta ley obliga a incluir a la epilepsia en el Plan Médico Obligatorio, a realizar un 70% de descuento en medicamentos antiepilépticos y a darle cobertura total a los pacientes que no tengan obra social”, explica Lovento.

La ley establece además la Implementación de planes de educación permanente y campañas de divulgación destinadas a la comunidad en general; a los pacientes y familiares y a los profesionales médicos y no médicos, acerca de lo que es la epilepsia. “La falta de información sobre qué es la epilepsia siempre nos perjudicó. Esta ley es muy importante para evitar que siga habiendo discriminación contra quienes padecemos esta enfermedad. Le da herramientas al INADI para actuar en casos de discriminación y de realizar campañas de concientización en escuelas, empresas y demás ámbitos”.

 

El demonio en el cuerpo.
Abre la puerta de su pequeño departamento de planta baja: los ambientes se suceden uno detrás de otro, cada uno más pequeño que el anterior. En su cuarto, la cama apenas entra; en la cocina, dos son multitud. Se sienta en la mitad de su living-comedor, cruza las piernas –largas y flacas, huesudas como su cara, como todo su cuerpo- no abre la persiana y empieza a contar sus historia, la cual quizá tenga algunas incongruencias porque Pablo –es una de las consecuencias de las epilepsias severas- tiene pérdida de memoria.

Su primera crisis epiléptica le sobrevino súbitamente una tarde de verano, cuando tenía 20 años y aún desconocía su padecimiento. Primero, estaba parado, barriendo la puerta del supermercado del que era dueño y encargado; segundos después, su cuerpo –rígido y errático- yacía en el piso y se contorsionaba en su costado izquierdo. Los testigos aseguran que un hilo de espuma blanca se escurr- ía entre sus dientes.

Fue al médico pero no le dijo nada en especial, que quizá había sido una crisis emocional por su reciente separación marital. No se preocupe, pibe. Siga como está. A los pocos meses tuvo su segundo ataque. Esta vez en forma de ausencia: el cuerpo se desconecta de la mente pero no hay convulsiones. No existe el sonido, ni el tacto, ni el habla. Nada. Pablo estaba manejando y el auto emancipado no tuvo quien lo detuviera: atropelló a un motociclista que esperaba un semáforo en rojo. La justicia lo absolvió al caratular la causa como homicidio culposo pero los médicos lo sentenciaron: epilepsia del lóbulo temporal –no recuerda si del derecho o el izquierdo, “da lo mismo, no?”- que le empezó a generar tres ausencias diarias y unas cuatro convulsiones por semana.

Su vida cambió drásticamente. La epilepsia tomó el lugar de un director de orquesta empecinado en que la sinfonía clame distorsionada. El supermercado lo tuvo que cerrar, le empezó a costar conseguir trabajo y su ex mujer huyó con sus dos pequeños hijos a su provincia natal, Santa Cruz. “Cuando los fui a buscar al sur, mi suegro, un hombre no muy religioso pero sí rudimentario culturalmente, nacido a comienzos de siglo en el medio del campo, me echó acusándome de estar poseído por el demonio. Me dijo que nunca más iba a volver a ver a mis hijos”. Promesa que, más allá de dos o tres raras excepciones, sigue vigente después de tres décadas.

Con el tiempo pudo recomponer medianamente su vida, se recibió de arquitecto –la ocasional pérdida de memoria no impide aprehender- y volvió a casarse. Pero esta segunda mujer también lo abandonó junto al hijo que habían tenido juntos. “Ella tampoco resistió las ausencias y convulsiones que yo tenía semanalmente”.

Así como la epilepsia tergiversa el mundo familiar, también hace lo suyo en la faz laboral. Pablo nunca consiguió mantener un trabajo como arquitecto. Ante la primera crisis epiléptica que tenía, era el primer despedido en una eventual y dudosa reducción de personal. Entonces, decidió tratar de armar una burbuja indiferente a su alrededor, algo que lo aislara de la mirada sesgada del otro. A comienzos de los 90 inauguró una rotisería donde cocinaba y atendía al público. “Tampoco funcionó –dice con esa voz estentórea que no condice con su huesuda delgadez-. Si tenía convulsiones frente a los clientes, no volvían más. Y se empezó a rumorear por el barrio que el de la rotisería era epiléptico”. Pablo apagó la luz, cerró la persiana del negocio y nunca más volvió.

Desde hace 16 años se dedica a patear las calles de la ciudad vendiendo medias, cinturones, baratijas y volantes que él mismo diseña. “Lo que yo necesitaría es un compañero de trabajo, alguien que pueda tener contacto con el público. Porque la gente, al no saber lo que es la epilepsia y cómo ésta se manifiesta, termina espantada y discriminándonos”. Así es como Pablo, por el tipo de epilepsia que tiene, puede estar ofreciendo un volante con publicidad a un comerciante y segundos después, súbitamente, sobreviene una ausencia acompañada por incoherencias que su boca expresa, su cerebro ordena pero su voluntad no desea. “De estar ofreciéndote un volante puedo pasar a decirte lo mal que juega la selección de Maradona, que las pirámides de Egipto están en el desierto de Guiza o lo buena que está tu hermana, acompañados por balbuceos y otros sonidos extraños”.

Si estuviésemos filmando su película, ésta terminaría con un plano cenital que se eleva lentamente, Pablo Icasatti rendido en el piso, su cara desconcentrada, un ofuscado comerciante cerrando de sopetón la puerta de su negocio, y su cuerpo tendido, un mínimo movimiento, y cientos de volantes coloridos que planean y caen sobre él. Fin de la escena.


Según un codex precolombino encontrado en el Perú, la mismísima mujer del caudillo inca Cupac Yupanqui estaba enferma de epilepsia. El escrito revela que la mujer tenía tres convulsiones diarias: “arremetía contra la gente, gritaba y se rasguñaba la cara o se arrancaba los cabellos”. Lamentablemente la princesa no contó con la consideración y estima de su marido, quien la abandonó y terminó casándose con su hermana, acusando a su ex concubina de hereje y pecadora. Para los incas, las enfermedades sobrecaían en quienes se desviaban de la religión oficial.


El medallón colgante.

A María Nieves Mella, como un soldado raso que puede ser abatido en cualquier momento, le pende una chapita plateada del cuello que dice: María Nieves Mella, Obligado 2354, Bahía Blanca. Epilepsia. Mientras el soldado podría ser ultimado por una metralla inoportuna, ella siempre está pendiente de sus ataques epilépticos. Ella tiene epilepsia refractaria, está dentro del 36% de los pacientes que padecen un tipo de epilepsia que no tiene cura pero que sí puede ser controlada tomando medicamentos. Una década atrás tenía tres crisis diarias. Hoy, sólo tres semanales.

“Cuando tenía 9 años un médico me hizo el diagnóstico –veinticinco años después sigue igual: regordeta, simpaticona, bucles dorados que caen sobre una piel rosada por la timidez-. Recuerdo a mi madre llorando, estrujando un pañuelo húmedo, implorándole al médico que fuera mentira, preguntándole si me iba a morir, si iba a quedar discapacitada”.

La ausencia de respuestas del doctor devinieron en la búsqueda de soluciones mágicas: los Nieves cargaron a la pequeña María y la llevaron a todos los curanderos de la ciudad. Al comprobar que después del peregrinaje folklórico continuaba teniendo esos espasmos tan extraños, redundaron las visitas a la iglesia. “Es que ellos pensaban que alguien me había echado un mal de ojos o que el diablo me había poseído”, explica María.

-¿Cómo es una crisis epiléptica? ¿Cómo se vive en el cuerpo y en la mente?
-Primero siento lo que se llama el aura, el preaviso, algo amargo que me sube por el estómago y que en seguida se me corre a la cabeza, al cerebro, y siento como si un aire me apretara. Respiro hondo y me concentro, digo para mis adentros “Señor, que no me agarre”, hago fuerzas para que la crisis no venga. Pero es una batalla perdida: el ataque viene igual.

La mente se vacía, está perdida. En ella, no hay nada: ni sonidos, ni olores, ni gustos.

Debido a la alta frecuencia de crisis, María no pudo terminar el secundario. Más allá de los problemas que tenía para aprehender, la crueldad de los compañeros fue el desencadenante. “Era objeto constante de burla. Me tenían miedo, pensaba que lo mío era contagioso y me lo hacían saber”. Sumado a que no la invitaban a los cumpleaños –“me daban direcciones falsas para que no fuera”- concluyó en una temprana deserción escolar para salir a buscar un trabajo.

Su primer empleo fue en un geriátrico, donde no dijo que tenía epilepsia para evitar ser discriminada, y de donde la despidieron después de la primera crisis por no decir que era epiléptica. Lo mismo le pasó trabajando de voluntaria en un hospital de Bahía Blanca. “Me dijeron que podía asustar a la gente que ya estaba enferma, que era demasiado para ellos”. Como no podía trabajar ni siquiera en un hospital, donde deberían comprender a los enfermos, “me decidí a trabajar por mi cuenta vendiendo cosméticos puerta a puerta”. Actividad que tampoco funcionó: dos veces por semana terminaba con un chichón en la cabeza con los rímel, los esmaltes de uña y ungüentos varios desparramados en la acera de alguna calle bahiense. Al despertarse, todo había desaparecido.

Hoy, María Nieves Mella vive sola en la casa donde nació, con la única solvencia de la pensión que le dejó su madre. Todas las noches sigue rezando, pidiéndole a Dios que la libre de este mal: “Señor, ¿por qué tengo este problema de salud? Señor Jesús, sáname de la epilepsia, por favor. Tu sabes que yo te necesito, no me abandones Señor”.

Algún día, Dios me salvará.


El maltrato y desprecio hacia las personas con epilepsia nunca fue un bien exclusivo del mundo occidental y cristiano. En el antiguo Irán, el profeta Zarathustra tenía prohibido sacrificar epilépticos a los dioses. Según el Talmud de la medicina hebrea, la enfermedad provenía de la actitud profana de los padres durante el coito de concepción si éstos habían sido voyeristas o exhibicionistas. El Código Hammurabi –el primer conjunto de leyes surgido en Babilonia en 1760 a.C.- la consideraba una enfermedad vergonzante y prohibía a quienes la padecieran casarse, declarar en juicios o hasta ser esclavos.


Disculpas por las molestias ocasionadas. 

Antes que me siente en la mesa de su pequeño y despoblado living, Fernando Risatti me regala un capítulo fotocopiado del libro Sobre epilépticos legendarios y otros ensayos. Al comienzo, hay una cita: “…se desmayó y rodó por el suelo en la plaza mayor echando espumarajos por la boca. Cuando se despertó dijo que si había dicho o hecho algo digno de reprensión, deseaba que sus señorías lo atribuyeran a su mal”. La obra de teatro es de William Shakespeare. El que se desmaya y babea no es otro que el todo poderoso Julio César, convertido en personaje, epiléptico como Napoleón, Dostoievsky, Edgar Alan Poe o Charles Dickens. Ven, babear un poco no significa ser un idiota.

Algo me dice que Fernando también pide disculpas por las molestias ocasionadas.

Ahora tiene 45 años y vive en Capital, pero nació en un pequeño pueblo del sur de Córdoba, Vicuña Maquena, donde tener epilepsia fue quizá más complicado que en una gran ciudad, como la Roma antigua en tiempos del César, podríamos decir. “En el pueblo todos supieron antes que yo que tenía epilepsia. Si bien tuve una infancia linda y normal, también puedo decir que hubo momentos jodidos y difíciles– recuerda en un tono pausado y calmo, por momentos desganado, entrecerrando los ojos cansados de usar anteojos-. Entre mis amigos, yo sentía que había más fidelidad entre ellos que conmigo. Hacían asados en Río Quinto y no me invitaban, las minas tomaban cierta distancia, precauciones”. En el colegio alguna vez tuvo que frenar a un compañero que parodiaba los movimientos de su cuerpo rítmico. Julio Cesar tenía un innumerable ejército de aguerridos pretorianos para vengarse de la burla ocasional de un bárbaro. Fernando, en cambio, utilizaba los puños y palabras iracundas.

A diferencia de María Nieves y de Pablo, él no tiene convulsiones. Sólo ausencias, meros instantes donde está completamente solo: “Primero me viene el aura gastrointestinal, una sensación muy leve. Al instante lo negás, porque si estás haciendo algo decís que no me venga ahora, estoy haciendo esto y lo quiero terminar”. Pero Fernando sabe –como Pablo y María Nieves- que el ataque es inminente e invencible, si hasta el mismísimo Julio César perdió todas las batallas contra este mal. “Me agarra la ausencia y ya no estoy. Quizá me levanto y me voy de la mesa al sillón, se me mueve un poco el lado derecho del cuerpo. Cuando vuelvo en sí generalmente estoy muy cansado. Entonces me tiro a dormir una horita”. Pero después se levanta y ya está. Todo sigue igual. Nada ha cambiado. Salvo la mirada de los otros.

Ahora Fernando, gracias a la alquimia de dos pastillas diarias, tiene tres ausencias al año, a lo sumo cuatro. Pero años atrás solía tener entre seis y siete. Entonces realizaba un cálculo matemático, completamente azaroso, que le daba chances de no tener ataques estando en el trabajo. Algo que él, Fernando, deseaba fervientemente. Pero la epilepsia no es así, no es un hombre gentil que pide permiso, que pregunta si su visita es inoportuna. La epilepsia no se presenta, arremete. Y así fue como una década atrás, trabajando como creativo en una empresa de publicidad, un día estaba sentado en su box de trabajo y el diseño que realizaba se vio interrumpido por un aura intrusa. Al mes tuvo otra más. Súbitamente, miradas y murmullos a sus espaldas: “Se empezó a rumorear que yo era epiléptico. Los compañeros tomaron distancia, el trato cambió en general. A los pocos meses oh casualidad habían bajado las ventas y yo fui la única víctima de la reestructuración de personal”.

Luego de similares experiencias en otros trabajos –como María Nieves, como Pablo- decidió independizarse y montar una pyme de publicidad. En realidad, “independizarse” sería un eufemismo. Fernando, laboralmente hablando, se quedó solo. “Hay que digerir tantas cosas con esta enfermedad”, remarca él, toma aire y mira hacia otro lado.

-¿Por qué pensás que se digiere tanto?
-En realidad, para uno no es tan grave tener una crisis. Viene el ataque, se va y listo. A lo sumo estás un poco cansado. Otros, si tienen epilepsias más severas, quizá no se acuerdan de lo que pasó. Pero te das cuenta que el otro le da una trascendencia que no tiene. El otro son los amigos, los conocidos, los que te miran por la calle, los jefes, hasta la familia de uno y tu propia mujer. La mirada del otro hace más daño que la epilepsia en sí.

Mirada del otro que la Ley de Epilepsia Nro. 25.404, cajoneada durante ocho años por el Poder Ejecutivo, pensada por la Dra. Kochen, soñada por Jorge Lovento, viene a alumbrar.


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