Artículo publicado en la revista Hombre (2008)
El 3 de junio de 2003 Matías Bárzola, un pibito de 16 años de Villa Fiorito – partido de Lomas de Zamora, enclavado en el sur del conurbano bonaerensecaminaba junto a sus dos amigos, Fabián S. y Lucas R., a la vera del Riachuelo. Algunos dicen que estaban ahí para robar un auto. Otros sostienen que la idea era hacerse con la recaudación del día de la agencia de remises. Ellos dicen que no, que estaban yendo a comprar unas gaseosas nomás. En realidad Matías no dice nada. Lo que sí es cierto es que Fabián fue hacia el quiosco mientras Lucas compraba tortas fritas y Matías se derrumbaba sobre esa avenida tan sucia, la Benito Pérez Galdós. Un Ford Falcon color marrón huye de la escena y la sangre derramada se entremezcla con el barro de la cuadra. Matías tiene un orificio detrás de oreja izquierda. Dentro de él hay una bala calibre 9mm que aún no le causó la muerte.
Lucas y Fabián se van corriendo a avisarle a la madre de su amigo lo que ha sucedido. Gerardo A. y Martín G. los reemplazan en el auxilio. Llega un patrullero de la Comisaría 5ª de Lomas de Zamora con el Sargento Isidoro Segundo Concha a bordo pero ninguna ambulancia. Los pibes le exigen al policía que suba a Matías al patrullero: “¡Hay que llevarlo al hospital! ¡Se está desangrando!” El oficial se niega, les dice que eso no está permitido y Matías se desangra. A punto de ser linchado por la marabunta popular, el oficial cede: “Subanlo, pero si le pasa algo se hacen cargo ustedes”. Mientras van a toda velocidad hacia el hospital, Concha les dice algo más: “A su amigo esto le pasa por juntarse con el tiratiros de Boliche”. Un pequeño delincuente de Fiorito que al mes moría fusilado debajo de una cama.
Estela llega al hospital pero Concha no le dice que Matías murió asesinado. Le dice otra cosa: “Su hijo se suicidó, señora. Según sus amigos estaba deprimido”, es el tosco intento de un pésame marcial. “Yo no entendía nada. Le preguntaba a Fabián qué había pasado pero él me evadía, no me respondía. Los otros amigos me decían que Concha les había dicho que a Matías lo habían matado por chorro pero a mí me dice que él se suicidó”, recuerda hoy Estela enfundada en esa vestimenta de dolor y lucha: una remera blanca con la foto de su hijo sonriente, con una foto de su hijo vivo.
La madrugada de esa misma noche otra versión la sobresaltó. Ahí estaba Fabián, arrodillado al lado de su cama, diciendo: “En realidad a Matías le quisieron robar las zapatillas, señora. Cuando se resistió lo mataron”.
Demasiadas versiones para una sola muerte de un pibe de 16 años.
Un policía, un perro y una extorsión.
En Lomas de Zamora pareciera que el Riachuelo selecciona a sus víctimas. Pero no, lo hace la policía. El 14 de diciembre de 2002 Jorge “Chaco” González, un morochón alto y robusto de 31 años, atravesaba el puente que sobrepasa a este río de mierda cuando el ya conocido sargento Concha y su par Ramón Quevedo lo arrestaron y lo molieron a palos en el medio de la calle. Ya en la 5ª de Fiorito, mientras Chaco seguía recibiendo bastonazos en abdomen, tórax y cabeza, el suboficial Julio Gómez llama a la madre de Chaco, Ramona, y la extorsiona. “Me exigió dos mil pesos a cambio que no armaran una causa por robo calificado contra mi hijo”, cuenta hoy desde su casa transformada en un altar a “Chaco”: las cuatro paredes de su casilla están embadurnadas con fotos de él: Chaco jugando a la pelota en el potrero; Chaco en el bautismo de su sobrino; Chaco abrazando a su madre el día de su cumpleaños.
Pero la extorsión no quedó ahí. El goloso Gómez fue por más. Le exigió un cachorro maltés de esos que sabía que Ramona tenía en el fondo de su casa. Durante dos días recorrió los pasillos de la villa pidiendo socorro a vecinos, familiares y amigos. Juntó 1.500 pesos, fue a la comisaría, dejó el dinero y le devolvieron a su hijo. El dinero estaba incompleto –“Pero señora, le dijimos dos mil”- y su hijo también. Chaco estaba dividido en partes. 24 días después moría en el Hospital Duran por las hemorragias internas que derivaron de las torturas de los policías, según la autopsia judicial.
El año pasado Concha y Quevedo fueron condenados a cuatro años de prisión efectiva “por homicidio preterintencional y vejaciones”. Algo así como que lo cagaron a palos y se murió pero no tuvieron la intención de asesinarlo. Tres años después de oficiar en el asesinato de Bárzola, de decirles a sus amigos que eso le pasaba por chorro y a su madre que se había suicidado, Concha entraba a una prisión.
El mataguachos
Estela enterró a su hijo sin saber cómo había muerto. Sumado a que su marido estaba preso –por una pelea callejera- ella se sumió en una depresión que la dejó inmovilizada. En fin, era una madre más de Fiorito con un hijo muerto y esposo detenido. Una noche, cerca de la 1 de la madrugada cuando volvía de cartonear, un pibe se le acercó entre la oscuridad y le susurró: “A Barzolita lo boletearon porque no quería trabajar para la gorra”. Ella explica que esto significaba que su hijo no quería transformarse en un pibe chorro o que aparentemente delinquía pero que no quería pagar el peaje que exigía la comisaría del barrio. “Yo no te voy a mentir. Yo no sé si Matías robaba o no. Por esa época me la pasaba cartoneando de sol a sol para alimentar a mi familia. Esto de que estaba marcado por la cana y que por eso lo mataron eran los comentarios de la calle. Igual, si era ladrón deberían haberlo arrestado y juzgado, ¿no?”. Si.
Ese mismo año, Asuntos Internos de la Policía Bonaerense acusaba a la Comisaría 5ª de Lomas de Zamora de “detener pibes a los que les arman causas si no aceptan robar para ellos”. Según el escrito interno, los policías adulteraban los hechos para simular “enfrentamientos” y admitían que se dedicaban a “matar guachos” como una forma poco sutil de “prevención” del delito.
A partir de estas revelaciones Estela decidió buscar la verdad. Durante meses estuvo recorriendo sola o con sus hijas los caminos de tierra y barro de la villa. Cuando el caso se fue enfriando la verdad salió a flote. En una de esas esquinas donde a pesar de ser de día la oscuridad manda, un pibito le dijo: “El “Oso” Pelozo mató a su hijo, señora. Es un ex rati”. Siguió caminando y se encontró con Mónica Olmedo. Esta mujer grandota, de vozarrón y ademanes a la hora de hablar, le dijo que un mes antes que asesinaran a Matías, a él y su hijo Jonhatan ese tal Pelozo los había corrido a tiros frente a su casa, que ese tal Pelozo vive en Fiorito, que es un poli retirado. Que los pibes pasaron frente a su casa con el carro de juntar cartones y él les vació un cargador a cada uno. Mientras Matías zafó de la balacera y huyó, el hijo de ella recibió dos disparos, uno en la pierna y otro en el glúteo, y terminó detenido porque según Pelozo acaban de robar en la verdulería de la vuelta de su casa.
“En la comisaría veo a este Pelozo, me parece revivirlo –Mónica suspira y tiembla, se pone nerviosa- y me dice Me equivoqué de pendejo. Le pegué a otro negrito. Yo quería a Barzolita. En el barrio dicen que desde ese día que tu pibe zafó le agarró bronca y que por eso lo mató”. Estela se marchó con más dudas que certezas y siguió saltando en esas calles de barro de roca en roca para evitar embarrarse.
Los pibes del barrio corroboraron los dichos de la Olmedo: a ese Pelozo se lo conoce como a “El mataguachos de Fiorito; se sabe que el tal Pelozo baja los pendejos que le ordenan desde la comisaría y que después arman las causas; todos los pendejos le tienen miedo, que si ve a un “cangurito” –un pibe con buzo con capucha y bolsillos- lo corre a tiros.
El 20 de febrero de 2004 Matías no estaba pero igual cumplía 18 años. Estela quería un regalo para él. Decidida a saber más que rumores fue a la casa de Fabián -en los pasillos le decían que él había visto a Pelozo disparar- para exigirle que le confiese la verdad. Al entrar a la casa el padre de éste la paró en seco: “Yo no puedo decirle quién mató a su hijo. Es gente muy pesada, señora”. Fabián apareció por detrás de su padre: “Fue Pelozo. Lo vi disparar desde su Ford Falcon”, reconoció finalmente.
Ocho apaleados, un muerto y cuatro perpetuas.
Luego de atravesar Lomas de Zamora, Lugano, Pompeya y La Boca, el Riachuelo termina ahí en Dock Sud, en el partido de Avellaneda, en un barrio donde el olor nauseabundo y los atropellos de la policía no son moneda corriente, son billetes de circulación.
El 11 de enero del 2005 los policías de la Comisaría 3ª de esa localidad descubrieron que ocho de los presos desde hacía días estaban desgastando con paciencia una de las paredes del calabozo. Los efectivos entraron a la celda y aleccionaron a todos los rebeldes. Diego Gallardo -20 años, pelo morocho de rulitos- se llevó la peor parte, quizá porque lo indicaban como el pollito que quería liderar la fuga.
La autopsia de su cadáver describe que tenía 57 lesiones en su cuerpo producto de golpes con “objetos de superficie lisa de 4 cm. de diámetro” –los mismos bastones policiales que mataron a Chaco-, que tenía fracturado cinco huesos del cráneo y medio litro de sangre en su abdomen. “Los forenses calcularon, por la presencia de coágulos en el corazón, que mi hermano agonizó en medio de un tremendo dolor durante 15 horas, tirado como un perro en el piso de la comisaría, antes de morir”, recuerda su hermana Josefina.
El subcomisario Rubén Gómez, el suboficial Julio Silva, y los oficiales Marcelo Fiordomo y Hernán Gnopko fueron identificados por los siete sobrevivientes como quienes los apalearon en represalia por el intento de fuga. El 26 de abril del año pasado los cuatro fueron sentenciados a cadena perpetua por el Tribunal Oral Criminal N°1 de Lomas de Zamora. Los mismos jueces que juzgarían en julio de 2008 a José Antonio Pelozo por el asesinato de Matías Bárzola.
El día del juicio.
Cinco años después de la muerte de su hijo Estela pudo llevar a juicio junto a la abogada María del Carmen Verdú y al equipo de trabajo de la CORREPI – Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional- al ex policía conocido como “El mataguachos de Fiorito”.
Verdú y los suyos hasta ese momento sumaban 20 perpetuas y 628 años de cárcel contando a todos los policías de la federal, bonaerense, prefectos o gendarmes que habían conseguido condenar por torturas o asesinatos. Además, ya habían mandado también tras las rejas a Concha y Quevedo y a los policías de la comisaría de Avellaneda.
La antesala del juicio está atestada de familiares y amigos de Estela. Petronilda, una mujer con el típico físico de ama de casa argentina -retacona y cuadradita- tiene algo que decir. Ella es vecina de los Pelozo y dice que él siempre corta el pasto de su jardín con el arma en la cintura. Que una vez entre él y su hija molieron a palos a su hijo porque el perro de él había matado al perro de ellos. “Es que en este barrio hasta los perros se pelean, vio”. Su hijo terminó internado durante dos meses en el hospital zonal y a la semana sus otros cuatro perros también estaban muertos.
Otra señora, que prefiere mantenerse en el anonimato, les comenta a los allí presentes que también conoce muy bien a Pelozo. Que una vez un pibe chorro, Carlos Taylor, asaltó al sodero frente a la casa de éste y que el ex policía lo corrió con el arma en la mano, que primero le pegó un tiro en la pierna y después lo remató en el suelo.
Hay más, todos quieren decir algo. Que otra vez mató por la espalda a un pibe que robaba cables de cobre, que una tarde boleteo a otro que le quiso robar la bicicleta al lado de la distribuidora de gas. “Y, por algo le dicen El mataguachos, ¿no?”.
El primer día del juicio no es un buen día para Pelozo. Los dos remiseros que aparecían en la instrucción diciendo que Bárzola había intentado asaltarlos dijeron que eso era falso. Que no conocían a Matías y que él nunca les había querido robar. El policía en actividad que trabajaba con Pelozo en el plan Tolerancia Cero de Ezeiza –como suboficial retirado era chofer de las patrullas- corroboró que no había control alguno sobre los movimientos de esos móviles, pues sólo fichaban al empezar y terminar el servicio, y que ese día no recordaba si había estado con el acusado como conductor. Por lo tanto, la tesis de la defensa de que Pelozo estuvo trabajando de 15 a 23 hs. de ese 3 de junio se desmoronó en pedazos. Sus compañeros de armas lo habían dejado solo.
El segundo día del juicio fue distinto: no fue bueno para la defensa ni para la querella de la doctora Verdú. Fabián S. corroboró que el ex policía había matado a Matías y que éste días antes de morir había dicho “ese viejo me tiene bronca”. La ex novia de éste agregó que además había ido a su casa para presionar a Fabián –que este terminó escapándose por atrás- y que ella misma había sido presionada por Estela Pelozo, la hija del ex policía, para que ambos dijeran que a Matías lo había matado un remisero cuando él le quiso robar, que les ofrecieron dinero a cambio de esta versión. Mónica Olmedo se mantuvo en sus dichos: “Pelozo dijo que quería a Barzolita”. Gerardo y Martín afirmaron que Concha dijo que eso le había pasado por “tiratiros”.
Digo que tampoco fue un buen día para la defensa porque los testimonios de los testigos –salvo el de Olmedo- fueron contradictorios y erráticos, dudosos. “Estos chicos han tenido un acceso mínimo a la educación formal, tienen niveles de desnutrición muy altos, no consiguen trabajo, tienen un vocabulario limitado. Esos factores que se traducen en una gran dificultad para expresarse, para entender a los jueces y hacerse entender, sin olvidar el miedo que les causó atestiguar contra un policía acusado de matar a los pibes de su barrio. Ellos saben que mañana pueden ser las víctimas de la limpieza social que la comisaría ejerce en Fiorito», explica María del Carmen Verdú.
El día de la sentencia, antes de entrar a la sala de audiencias, Verdú vuelve sobre el tema: “Creo que pudimos probar exactamente cómo ocurrieron los hechos. Pero acá lo central es si los jueces van a considerar con objetividad el testimonio de Fabián S., el único testigo presencial del hecho, o si simplemente por una cuestión de clase, porque es pobre y con antecedentes penales, lo van a descartar sin más. En cuyo caso no tendríamos un testimonio directo del homicidio. Todo lo demás son indicios y sabemos muy bien que con eso no alcanza para una condena”.
A Pelozo tampoco se lo ve muy confiado. Está cabizbajo y mueve la rodilla sin cesar. Su defensor oficial acompaña los nervios con el pendular de una lapicera. A la izquierda del estrado entre 20 y 25 personas componen a los familiares y amigos de Estela Bárzola. Junto a los militantes de la Correpi visten remeras de otros asesinados por la policía. A la derecha del estrado una decena de familiares del ex policía aguardan la condena. La hija de Pelozo implora a los periodistas que no le saquen fotos a su padre con las esposas puestas. Antes de que entren los jueces, Alejo Pelozo, el hermano del hombre que espera su condena o su absolución, dice: “Todo esto está armado. Es mentira que a él le digan El mataguachos de Fiorito. Lo que pasa es que el barrio es muy jodido y a él le tienen bronca por ser policía. Los chorritos esos le tienen bronca a la cana…”. Se calla porque entraron los jueces. Todos de pie.
Los juicios son largos, los testigos son cientos, los alegatos son eternos pero las condenas son cortas y contundentes: 13 años de prisión deberá pasar tras las rejas el ex suboficial José Antonio Pelozo por matar a Matías Bárzola.
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