Noche de ronda

Artículo publicado en la revista C del diario Crítica (2009)

Hace dos semanas Estela Maris y su bebé vivían en un departamento detrás del Cementerio de la Chacarita. El dueño, un chico joven que vivía ahí también, les alquilaba la habitación de 2 x 2 pero con condiciones: prohibido usar el living y la cocina. Eso sí, antes del cinco de cada mes tenía que desembolsar 400 pesos. Hasta que un día este chico le dijo “Estela, esto no va más. Necesito que te vayas” y ella le rogó que le diera un mes para buscar otro lugar, que la cosa estaba difícil para una madre soltera y con poca plata. Pero el tiempo otorgado fue de tan sólo una semana, un imposible para una inmigrante ilegal con sueldo de empleada doméstica.

Estela Maris supo que en ese momento tenía dos opciones: de patitas en la calle con su crío a gachas o llamar a lo que Mauro Viale titularía –sube la música de suspenso- La mafia peruana de las casas tomadas, pero yo prefiero denominar como: “Malhechores de poca monta que se aprovechan de los pobres alquilándoles a precios irrisorios habitaciones en casas ocupadas ilegalmente porque éstos en definitiva no tienen otra opción para vivir ante la ausencia de políticas de estado en relación a la vivienda y el vaciamiento financiero al que está sometiendo el gobierno de Macri al Instituto de Vivienda de la Ciudad”.

El modus operandi es el siguiente: días de lluvia, cuando hay menos policía en las calles, dan vueltas por Chacarita, Villa Crespo y barrios aledaños en búsqueda de casas que aparenten estar deshabitadas. Ponen un papelito en la puerta y si después de una semana el mismo sigue inamovible: cartón lleno. La casa está lista para forzarla, ocuparla y alquilar las habitaciones hasta que llegue la orden de desalojo, que puede ser dentro de tres meses, seis, o un año después.

Entonces Estela Maris revolvió en su cartera desordenada, encontró la tarjeta que una compatriota le había dado y llamó por teléfono. Del otro lado, una voz con su misma tonada andina le explicó cómo era el sistema: primero, un solo pago de 1.300 pesos por la habitación; segundo, 500 pesos por un contrato de alquiler simbólico; por último, 200 pesos por mes para que un abogado frenara la orden de desalojo hasta cuando sea posible. Según Estela este sería el líder la banda, conocido tan sólo como El Argentino.

Estela aceptó y se mudó a una habitación muy grande de un caserón inmenso ubicado en Villa Crespo. El problema para ella y las otras 10 familias que se mudaron fue que la orden de desalojo llegó a la semana siguiente de ocupar la casa. Al sentirse estafados hicieron un par de averiguaciones y se enteraron que en Barracas el clan tenía una casa tomada pero deshabitada. O les dejaban ocupar la nueva casa por el dinero que ya habían pagado o hacían la denuncia ante la policía.

Hoy, 10 de la noche, Estela Maris y 30 personas más –esposas y maridos, niños y adolescentes, madres solteras y bebes, todos inmigrantes sin papeles pero que trabajan y contribuyen de alguna manera a que esta sociedad absurda siga girando – están organizando los últimos detalles para empezar la mudanza. Pero este tipo de mudanzas no son con canastos de mimbre y peones fornidos que bajan y suben muebles por escaleras imposibles. Cada uno de ellos –y con la ayuda del prójimo- guarda sus pertenencias en cajas de verdulería, valijas, mochilas y sobre todo en bolsas de consorcio. Así, el living de este caserón grande y antiguo, estilo art noveau con vitreaux que separan los ambientes espaciosos, con techo y paredes recién pintados que llegan a los 6 metros de altura, está plagado de heladeras oxidadas, cunas maltrechas, armarios desarmados, muchísimas bolsas de residuos y gente que corre de aquí para allá y alguien grita: “¡Rápido con la mudanza antes que llegue la policía! ¡Que no nos pase lo de la otra vez!”.

“¿Qué pasó la otra vez?”, pregunta incrédulo este periodista que se hace pasar por el gentil hijo de la patrona de la casa donde Estela Maris limpia por horas. Nadie se tiene que enterar de la verdadera identidad de quien escribe, no es que me fueran a matar pero una tunda seguro me ligaba.

“La mayoría de ellos vive así desde hace años. Se van mudando de una casa ocupada a otra hasta que llega la orden de desalojo. Así sucesivamente. Y la última vez llegó la poli y hubo que coimearlos –me explica mientras guarda unos ositos de peluche de su hijo en un bolsa en el cual no entra nada más-. Es que no nos queda otra. Los pensionados nos rechazan por inmigrantes, alquilar un departamento legalmente es imposible sin una garantía y menos llegamos a pagar el mes de depósito. Yo con mi bebé –hoy se lo dejó a una amiga- a una villa no quiero ir”.

Su habitación ya está vacía. Donde antes había una cama marinera junto a un armario, una TV y un pequeño grabador, una estufita y una mesita con una hornalla, ahora no hay más nada que una lamparita que pende del techo.

Mientras trasladamos las cosas de su habitación al living Estela comenta que a ellos, si bien saben que son timados por la pequeña mafia de los abrecasas, les conviene este sistema porque pagando entre 1000 y 2500 pesos, según el tamaño de la habitación, pueden llegar a vivir ahí por un año o más, hasta que llegue el desalojo. “Hay quienes llevan viviendo hasta cinco años. Pero yo no quiero más esta vida, sin un lugar fijo donde vivir con mi bebé. Me da mucha bronca y mucha rabia”, dice y se está por largar a llorar pero un “¡Estela, Sofía, llegó vuestro flete! Rápido con las cosas”, detiene las lágrimas y enciende su pequeño motor interior.

Estela Maris debe tener un parentesco con las hormigas. Asombrosamente carga sobre su lomo dos grandes bolsos y acarrea a su vez dos bolsas de residuo, una en cada mano, respectivamente. Debe estar llevando 70 kilos, y eso que ella no pesa más que 45. Yo me agacho para ayudarla en lo que pueda pero antes me dice al oído: “Hacete el pelotudo que ese que está ahí es el Beto, uno de los aguantes de El Argentino, y si se entera que sos periodista te caga a patadas”. Me hago el pelotudo, el boludo y estúpido –silbo para mis adentros- y con un muchachito
cargamos el placar de Estela escaleras –empinadas- abajo.

Con todas sus pertenencias en la calle Estela le pregunta al fletero si cree que entraran todas sus cosas y las de su compañera, Sofía, si no es mucho para un solo viaje. El fletero mira las cosas, pensativo, y luego el interior de su flete. Mira las cosas de nuevo, esta vez decidido, y dice: “Pues tendrán que entrar, ¿no?”. Como si fuera un ajedrecista de las mudanzas empieza a acomodar cada una de las piezas con suma precisión: un bolso acá, la cama allá, la cómoda desarmada entra si empujamos, se escucha que algo se rompe y todo ha encajado.

Arrancamos y durante el viaje de Villa Crespo a Barracas Estela me explica lo que es un aguante: estos son los gorilas de la pequeña mafia que se quedan, precisamente aguantando, dentro de las casas ocupadas hasta que lleguen los nuevos inquilinos. “Por el reparto de las habitaciones va a haber muchas peleas porque esta casa es la mitad más chica que la otra. Vas a ver que van a llegar y empiezan a tirar las cosas en las habitaciones para ver quien elige primero. Todo termina roto. Entre cada mudanza algo perdemos”, dice y se calla porque llegamos a nuestro nuevo destino.

La puerta de la casa tomada –típica casa chorizo del sur de la ciudad con una puerta alta y de madera de dos hojas, las paredes derruidas con pintadas que dicen, por ejemplo, “yuta puta”-, está custodiada por otro aguante. Este es petacón pero luce una musculosa de básquet sobre su pecho fornido y sus brazos cruzados. Enganchado a él una adolescente provocativa con un top blanco y traslúcido advierte, una vez más: “¡Rápido antes que venga la policía!”.

Obedientes, quien le escribe y cinco personas más, formamos un pasamanos desde la culata del flete hasta la puerta de la casa: un valija, una bolsa de residuos, la TV, una caja con platos que se desfonda y cae al piso, la cómoda desarmada, un colchón y gritos de mujeres nerviosas -¡”No nos peguen!”- acompañados por exclamaciones de hombres rudos y violentos –“¡¿Qué están haciendo acá?!”- y me doy vuelta y veo entrar a dos de ellos a los empujones mientras ajustician al urso de la puerta que ya no le da el piné para aguantar a nadie.

La puerta se cierra de golpe, el flete se va a la mierda, cinco de los que se estaban mudando desaparecen a la vuelta de la esquina y yo me quedo solo en esta calle oscura del sur de Buenos Aires. Alrededor mío, muchas de las pertenencias de Estela Maris quedaron desparramadas por el piso. Cuando estoy por levantar la bolsa con los ositos de peluche de su hijo me llama al celular y me dice que raje de ahí antes que salga alguno de los aguantes y me pregunte quién soy. Y yo, obediente una vez más, rajo de ahí.

Al día siguiente me comuniqué con Estela, le pregunté cómo estaba, me dijo que bien y me explicó lo sucedido: resulta que la banda de El Argentino y sus secuaces peruanos se habían metido en territorio enemigo. Las casas tomadas de Barracas y gran parte de la zona sur eran manejadas exclusivamente por un personaje conocido como Roster. Este, ante la intromisión, mandó a sus aguantes a que rajaran a patadas a la banda rival y a quienes querían vivir en su casa ocupada, que ya tenía otros inquilinos esperándola.

“Eran como siete, dos mujeres y cinco hombres. Cuando uno de ellos le puso un arma en la cabeza a uno de los aguantes pensé que nos iban a matar a todos y me puse a llorar”, comenta pero agrega que finalmente todo se tranquilizó, que la bronca la tenían con El Argentino y no con ellos que finalmente eran unos piringundines que habían sido estafados.

Esa noche todos durmieron ahí como pudieron, con las cosas tiradas pero no sin antes comer un rico pollo frito con Inca Cola, invitación de los aguantes de Roster. Eso sí, a la mañana siguiente estaban todos en la calle con sus bártulos a cuestas buscando otro lugar dónde vivir.


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