Artículo publicado en la revista El Cisne (2008)
María nació casi muerta. Ahogada. Graciela, su madre, quedó dormida luego de un parto que le quitó el resto de sus fuerzas. Una enfermera triste la despertó y le alcanzó a su hija envuelta en una pequeña manta enrojecida “¿Pasó algo?”, preguntó luego de rozar sin querer la jorobita que adornaba su columna. Cuando alzó la mirada, la enfermera ya no estaba. En su reemplazo entró un médico que ostentaba una noticia: “Su bebé nació con una discapacidad”. Días más tarde a Graciela le explicarían que María había nacido con espina bífida y con mielomeningocele, ambas lesiones medulares que evitarían que su hija pudiera caminar por sus propios medios.
“Sin embargo, a los dos años y medio empecé a dar mis primeros pasos. Caminaba con mi cuerpo hacia delante tambaleándome, me caía muy seguido, pero yo seguía intentando. Recuerdo que mi madre me ponía unas botas ortopédicas gigantescas, como de astronauta, para corregirme el andar”, rememora María.
Pero ese andar continuó errante y tenaz y ella siempre rechazando los bastones que le recomendaban los médicos. Su espigado cuerpo estab decidido a esquivar la diferencia. Una de esas tardes no alcanzó a manotear una silla, se cayó al suelo y se quebró en mil astillas la mitad de su brazo derecho. Al día siguiente, coincidiendo con su cumpleaños número 15, su madre le regaló unos hermosos bastones canadienses que ella detestó. Desde ese día María y sus bastones se volvieron inseparables.
La adolescencia es un sinfín de nuevas y terribles sensaciones: los granitos,el cuerpo que va mutando y los primeros novios. A María se le sumaba ser una niña con bastones y un cuerpo levemente inclinado hacia el piso. Su madre, empecinada en cegarse ante la discapacidad, nunca dejó que esa niña se relacionase con otros chicos de su misma condición. Así, María siempre se sintió un bicho raro en ese mundo de no-discapacitados. Pero a pesar de su rareza nunca quiso perderse ninguno de esos fabulosos asaltos que se empezaron a festejar a fines de los 80. Frente al espejo de su madre coloreaba su cara y enrulaba aún más esos bucles dorados. Pero luego, en el baile, mientras sonaban los mejores lentos, las parejitas bailaban con los brazos rígidos y extendidos y una bola de cristales iluminaba la pista, ella se quedaba opacada en un rincón, con sus bastones como única compañía. “Nunca un chico me sacó a bailar. Jamás. Así me di cuenta que era distinta y que no era opción para los hombres. Que ellos jamás se iban a fijar en mí”. Se puso a llorar y siguió llorando durante mucho tiempo. Durante esos años no fue infeliz, pero para evitar futuras frustraciones decidió no tener relación con hombre alguno. Decidió quedarse sola, con su madre sobre protectora y sus bastones canadienses.
María desconocía que para conocer a un hombre que la quisiera no tenía más que salir a explorar a pocos metros de su casa. Muy cerca de allí siempre estuvo Rodrigo, un joven regordete fanático de los trenes y de la discapacidad. Aunque suene raro es así: Rodrigo es devotee, palabra que sintetiza admiración y atracción sexual por las personas discapacitadas. Por ese entonces además le entusiasmaba la idea de ser discapacitado –lo que los sexólogos llaman wannabes. Estas extrañas fantasías le generaban revuelos en su cabeza y su cabeza no lo dejaba dormir pensando en estas extrañas fantasías.
En una solemne noche de insomnio Rodrigo tuvo una idea un tanto extravagante: quebrarse una pierna para poder usar muletas. Con unas maderas sobrantes creó un sistema de poleas y puso un peso sostenido por una soga en lo alto del techo de su habitación para luego dejarlo caer sobre su pierna y así quebrarla en mil pedazos. “A último momento me dije qué mierda estoy haciendo y tiré todo al carajo”, recuerda hoy, afortunadamente con sus dos piernas intactas.
Cuando María tenía 25 años consiguió trabajo de recepcionista en una empresa que contrataba a gente discapacitada. Ella ahora era un igual en un mundo repleto de bichos raros. Una tarde, después de atender 500 llamadas telefónicas, alzó la mirada y distinguió que detrás de un cubículo un chico se desplazaba en silla de ruedas. A primera vista se enamoró de ese chico –que más tarde ella sabría que se llamaba Javier- pero también sintió una atracción extraña: se sentía especialmente atraída por la silla de ruedas. Para su sorpresa, Javier pasó por al lado de la recepción. María primero calmó a las mariposas que le hacían cosquillas en la panza y luego arriesgó un tímido “Hola”. Javier detuvo la marcha de su silla y contestó: “¿Cómo estás, María?”. El ya sabía su nombre.
“Y así surgió el amor. Tuvimos una relación muy linda, muy adolescente, volábamos, decíamos que nos íbamos a casar, que íbamos tener hijos”, sonríe con el recuerdo y agrega que a partir que descubrió el amor se dio cuenta que además de una persona era una mujer. “Una mujer con sexualidad, no andrógina como antes. Fue realmente hermoso ser amada, sentir que a otro le gustas a pesar de tu discapacidad”.
Pero la sonrisa dura poco, se le borra de los labios cuando su madre entra en escena. Porque María un día, como cualquier niña, tuvo el juvenil deseo de presentar a su flamante novio en sociedad –una sociedad pequeña, su madre y ella, nadie más-. Recuerda textuales los alaridos de su madre: “¡¿Pero qué es esto?! ¡Por Dios! ¡¿Te volviste loca?! ¡¿Este es tu famoso novio?!”. Javier dio media vuelta y se marchó, arrastrando su silla. María se quedó, retenida por los gritos de su madre, que vociferaba algo así cómo ¿Quién te va a cuidar? ¿El te va a cuidar, desde su silla? ¿Quién te va a cuidar mejor qué yo? Ella le contestó que lo amaba, que necesitaba un marido, no un asistente de geriátrico.
El noviazgo se convirtió en un amor furtivo. Se veían fuera de su casa, cuando podían, Javier siempre rechazado por la madre de María. Dos años después Javier falleció por un paro cardiorrespiratorio a causa del asma crónica que lo atormentaba desde niño. “Mi madre no lo mató, pero sí le aceleró su muerte”, pensaba María mientras veía desaparecer bajo tierra al hombre que la había amado.
Lejos del cementerio, Rodrigo deambulaba de acá para allá por los pasillos de su casa con unas muletas que había construido con sus propias y creativas manos. “Por ese tiempo aún necesitaba comprobar qué se sentía ser discapacitado. Siempre lo que más me interesó fueron las desviaciones en la columna y la falta de motricidad”, reflexiona hoy, a punto de graduarse de técnico en prótesis.
Ahora afirma que está curado, pero dos años atrás, cuando caminaba por la calle, no podía dejar de mirar a los discapacitados. “Recuerdo observarlos sin poder sacarles los ojos de encima”. Llegó al extremo de cronometrar los horarios de algunos de ellos para poder conocer sus movimientos y así volver a verlos una y otra vez. “Y ahí yo me atormentaba preguntándome ¿por qué me pasa esto? Sin embargo nunca me cansaba de mirarlos, de admirarlos”.
Estos cuestionamientos se transformaron en pesadillas y en insomnios eternos y nocturnos. Dentro de su cabeza escarbaba la idea que era el único pervertido del mundo que gustaba de los discapacitados. “Entre los devotee nos decimos: estamos enfermos pero no queremos el remedio. Disfrutamos de la enfermedad. Durante un tiempo sufrí con esta enfermedad, pero ahora puedo decir que la estoy disfrutando”.
Un día, como de costumbre, Rodrigo llegó corriendo a la parada del colectivo que lo llevaba desde Chacarita a su casa en Saavedra. Subió jadeando, pagó el boleto, se sentó y la vio. Ahí estaba ella. “Fue amor a primera vista. No sé qué fue lo que más me gustó. Recuerdo sus bastones canadienses ahí apoyados contra la ventana”.
A la salida del trabajo, Rodrigo empezó a correr todos los días para poder alcanzar a la mujer que no podía correr, a la chica que había empezado a amar. Ahí estaba él, parado, mirando de reojo a María, incapaz de decirle algo. Y ahí estaba ella, sentada en el primer asiento del colectivo, seguramente disfrutando en el walkman alguno de esos fabulosos lentos de los 80, todavía esperando que un chico la saque a bailar.
Seis meses duró esta relación etérea hasta que María se desvaneció. Rodrigo no entendía por qué la mujer de sus sueños había desaparecido. El no sabía qué Javier había muerto y María decidido a renunciar a todo en la vida, también a su trabajo y así a esos viajes en colectivo.
Después de un tiempo casualidad y destino -¿por qué no ambos?- confluyeron en la vida del devotee y la chica de los bastones canadienses. Un amigo en común, que sabía que ella estaba muy sola y que él quería conocer a una chica discapacitada, les dio el mail de cada uno y el casamentero messenger hizo el resto. Cuando Rodrigo vio la foto de la chica del chat se quedó con la boca abierta: la chica de bastones y rulos dorados estaba del otro lado de la fibra óptica. Después de cinco años la había encontrado.
Y así comenzó una relación de amistad entre dos personas necesitadas de amor. A veces disfrutaban de un helado en la plaza del barrio, otras él le caía de sorpresa en la casa o se ofrecía como voluntario para pasear al perro díscolo de ella. Pero María, si bien ya sentía algo por Rodrigo, seguía encerrada en sí misma, temiendo que su madre matara a un nuevo novio. Pero Rodrigo sabía que ella y no otra era la mujer de su vida. Un día le tomó la mano y le susurró al oído: “Te amo, María. Sos el amor de mi vida”. Ella le estampó un beso en la boca.
Pocos días antes de fin de año, luego de un mes de un nuevo amor furtivo, decidieron blanquear la situación ante sus madres. Primero fueron a la casa de ella. “Mamá, ¿te acordás de Rodrigo, mi amigo? Bueno, ahora es mi novio”, le dijo María a su madre esperando que esta vez aprobara la relación. Pero no, el eterno retorno de la madre le dijo cosas así como quién te crees que sos, después que te cuidé tanto tiempo, ahora me abandonás, desagradecida de mierda y demás cosas. “Ella no quería que me vaya, no se quería quedar sola. Yo creo que los padres no te perdonan haber nacido discapacitado y te lo hacen pagar de por vida. Por un lado quieren que seas como el resto de la gente, pero por el otro te refriegan en la cara toda la vida lo que hicieron por vos, como si uno tuviese una deuda pendiente con ellos”.
Buscando refugio fueron a la casa de Rodrigo. Primero entró él y le contó a su madre la novedad. Ese hijo de casi 30 años que aún era virgen ahora tenía noviecita. Su madre se puso muy feliz. Pero ella, como toda madre, añoraba ver entrar por la puerta nupcial a una hermosa niña rubia y de ojos verdes. Quien entró fue una hermosa niña rubia y de ojos verdes pero que utilizaba bastones para desplazarse y no desplomarse contra el suelo. Esta segunda madre gritó cosas así cómo quién te crees que sos, que eso no puede ser amor, que sólo es compasión y que no van a llegar a nada.
Finalmente cada uno pasó las fiestas por su lado. El 2 de enero se vieron y Rodrigo le dijo a María que esa era la última fiesta que pasaban separados. Cuando María le dijo a su madre que se iba a vivir con su novio, ésta se tomó medio frasco de pastillas y se tiró al suelo mientras se arrancaba los pelos. Cuando llegó una ambulancia del SAME y el socorro de su tía, agarró una mochila, se la puso al hombro y partió con su amante hacia una pequeña pensión de Almagro, bien lejos de Saavedra.
Hay un pequeño detalle de esta particular historia de amor que todavía no les conté. En ese entonces, María no sabía que Rodrigo la conocía desde hacía tiempo, no sabía que él la admiraba en secreto en el colectivo. María no sabía que Rodrigo era devotee.
Pero nunca había mentido en toda su vida y al día siguiente de instalarse en la pensión estaba decidido a decirle toda la verdad: que él era algo que se denominaba devotee. Apoyada sobre la ventana de la habitación miraba hacia el patio interno de la pensión, pero no había más que manchas de humedad y una enredadera moribunda. “Yo estaba muy nerviosa porque me había dicho por teléfono que me tenía que contar algo sobre él que yo desconocía”. ¿Será drogadicto, tendrá deudas por el juego?, se preguntaba ella mientras Rodrigo caminaba comiéndose las uñas. “Tengo mucho miedo que diga que estoy enfermo y que me deje. Y yo tan sólo la amo”, se atormentaba él.
Al entrar a la habitación se paró al lado de la puerta, preparado para soltar la verdad y huir. Las palabras textuales de Rodrigo fueron: “Me atraen las personas discapacitadas. La gente sin discapacidad no me mueve un pelo”. Luego le explicó lo que es un devotee y que él la había admirado en secreto durante esos viajes en colectivo, que la conocía desde antes de los chats. Sus nervios no pudieron más y en vez de huir se lanzó sobre la cama y empezó a llorar desconsoladamente. Para María escuchar el sonido devotee fue tan raro como que alguien te diga soy un saurópodo, un correveidiles o un churumbel – palabras que también existen, por cierto-. “Al principio me sonó extrañísimo, no me cerraba. Pero pesó más todo lo que él me había ayudado para irme de casa y sobrellevar la presión de mi madre que lo que me estaba diciendo”, es el análisis que hace hoy, acariciando la mano del hombre que ama. “A partir de María me curé. Yo no discuto que los devotee estamos enfermos. Sí, lo estamos, pero no todas las enfermedades son malas. Me sigue atrayendo el tema discapacidad pero no sexualmente hablando. Antes de María, si veía a una mujer discapacitada, me excitaba. Ahora ya no, ahora veo a una persona más y punto”, agrega él sobre el balcón del pequeño departamento que consiguieron alquilar, también en Almagro.
Al mes, cuando las cosas se calmaron un poco, hicieron el amor por primera vez. María le pidió como condición que el cuarto estuviese en penumbras, para que él no pudiese ver la cicatriz y el huequito que ella luce en la columna, producto de la operación que le hicieron los pocos días de nacer. Esa cálida noche Rodrigo perdió la virginidad y María recuperó el sentimiento de sentirse deseada por un hombre, reconquistó la feminidad que había abandonado.
A fines del año pasado se casaron frente un montón de amigos y con esas madres testigos de la consumación. Por último les digo una cosa, Rodrigo, el devotee, y María, la chica de los bastones canadienses, son muy felices.
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