Sangre y filo

Artículo publicado en la revista Hombre (2008)

Años atrás, exactamente a comienzos del siglo XX, los excéntricos estancieros del este de Entre Ríos en los barcos que se hacían traer desde Europa repletos de pieles y whiskys añejos aprovechaban para meter también jaurías de jabalíes. El objetivo fue diseminarlos a lo largo y ancho de sus terruños para luego salir a cazarlos y colgar sus hoscas cabezas coronando el livingroom de sus casonas.

Pero en 1966 esa zona de Entre Ríos se transformó en El Parque Nacional El Palmar y el jabalí en una especie protegida. Así se convirtió en amo y señor de los matorrales litoraleños: estaba en la cima de la cadena alimenticia, a diferencia de en su hábitat de origen donde pueden ser apresados por osos o lobos, y se reprodujeron sin merma ni competencia alguna durante décadas.

Hasta que a mediados de los 90 las autoridades del parque descubrieron que se estaba desforestando de palmeras yatay, el alma mater de El Palmar. Cuando les abrieron la panza a los jabalíes se encontraron precisamente con restos de palmeras. “Se devoran las raíces y son capaces de comerse palmeras de hasta un metro de altura. Y para llegar a ese tamaño la planta tarda en crecer tres años”, explica Aristóbulo Maranta, intendente del parque. Luego agrega que de continuar la deforestación se corría el serio riesgo de una catástrofe ecológica. La ecuación era simple y excluyente: las palmeras o los chanchos.

La solución recién llegó en el 2005, cuando se empezó a aplicar un plan de caza selectiva de jabalíes. Todos aquellos cazadores furtivos –quienes antes entraban de incógnito para llevarse una tajada de la rica carne de jabalí- fueron llamados ahora a integrarse de este lado de la ley.

A la vieja usanza

Es de madrugada, el sol todavía no asoma y el frío cala en los huesos. Pero todo eso no importa. Jorge Heindenrich -51 años de vida y 20 de cazador, un vaqueano que vive de changas agropecuarias- como todos los sábados ensilla su alazán mientras sus nueve perros aúllan entusiasmados. Antes era un forajido sui generis que se dedicaba a cazar jabalíes con perros y a cuchillo pero ahora es uno de los tantos cazadores que se integraron al plan selectivo amparado por las autoridades del parque. Eso sí, Jorge siempre cazó para comer y compartir entre los suyos la carne del jabalí. Nunca le cercenó a uno la cabeza para lucirla como trofeo de bravura u hombría.
“A la furtividad le sentíamos un gustito porque teníamos que escondernos de los guardia parques –rememora mientras se adentra en los pastizales de El Palmar-. Además, cazábamos de a pie, no a caballo como ahora. Entonces teníamos que tener un estado físico espectacular y correr a lo loco antes de
que el berraco nos mate a los perros”.

A su lado está Juan Ballay, guardia parque de 32 años y coordinador del programa. “Los guardia de antes tenían un perfil más milicote. Si encontraban a un furtivo agarraban los perros y quizá hasta los mataban. Eran tiempos más complicados”, dice él, que si bien años atrás también debería haber detenido a Jorge, confiscarle los perros y cobrarle una multa, hoy salen juntos de aventura.

Mientras la selva entrerriana engulle a los cazadores, rodeados de palmeras larguiruchas de 80 metros de largo y 200 años de vida, Jorge explica que hombre, caballo y perros forman un todo indisoluble. Adelante va “El LLumi”, un cruza de galgo con dogo que es el perro rastreador, el encargado de hallar el hedor del jabalí y seguirlo hasta los últimos confines de la selva. Detrás van una manada galgos cruzados con mestizos, perros más ligeros que deberán correr, morder y encerrar al chancho enclaustrado; y por detrás acechará Toquinho, un pitbull de temer que tendrá que aguantar al jabalí con su mandíbula hasta que el cazador llegue a toda velocidad a caballo, se poce sobre la bestia y le ensarte el puñal por detrás de la paleta directo al corazón.

“Cuando el chancho sintió el cuchillo se acabó la pelea. Por más grande que sea no se resiste más. Pero hasta que no lo siente te pelea a muerte”, cuenta Jorge con gesto ansioso. Hace dos horas que empezó la cacería pero por ahora lo único que consiguió fue un paseo por El Palmar.

Fin de la jornada

Otra de las técnicas de caza que se aplican dentro del Parque Nacional es desde apostadores y con fusil (ver recuadro). Jorge ordena cambiar el rumbo. Decide enfilar monte arriba tanteando a la suerte. “A mí no me gusta cazar con fusil, es muy fácil. Estas en un mangrullo tranquilo, aparece el bicho, disparás y listo. En cambio, cazar con perros y cuchillo es más leal, porque le estás dando al jabalí la oportunidad de huir, de defenderse. Te puede atacar a vos o matarte un perro”.

Los cazadores de a cuchillo siempre sostienen que a diferencia de los que cazan con armas de fuego, ellos se hacen cargo de la muerte de sus presas, porque sienten el crujir de los huesos cuando penetra el puñal y se manchan con la sangre de sus víctimas.

La cabalgata continúa sin éxito, aún con las manos limpias. “Esa es una hociqueada de jabalí”, señala Jorge la tierra removida y susurra para que su presencia no lo delate. “El Llumi”, el perro rastreador, hace unos minutos que desapareció. Eso es una buena noticia: significa que encontró la senda de la bestia. Los cazadores hacen silencio, están atentos ante la mínima señal. De repente, el resto de los perros empiezan a ladrar y salen a toda velocidad. Por allá, no se sabe dónde, entre la mugre (arbustos, pastizales, palmeras caídas, árboles y más ramas) se escucha un chancho chilar. Jorge, el cazador, de un rebencazo apura el galope de su alazán y a toda velocidad –antes que el berraco escape o le mate un perro- se lanza hacia la cuestión final.

Al llegar ante la escena, se poza sobre el jabato y aparta con ademanes y alaridos a los perros, desenvaina su puñal que penetra las carnes del jabalí que ya no grita, ahora calla y muere.


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